Cada verano la esperaba con impaciencia en la playa hasta que caía el sol. Sentado en aquella roca donde nos conocimos por casualidad caprichosa de la vida, años atrás.
Su bañador rosado resplandecía sobre su pálida piel jamás tocada por el sol, lo que yo llevaba deseando hacer desde aquella tarde en la playa.
Sus sandalias quisieron escapar de sus pies y, siendo arrastradas por la leve marea, llegaron hasta mi lugar en la roca.
No tenía esperanzas de volverla a ver. Habían pasado cinco años, cinco veranos desde nuestro encuentro. Sin embargo, allí estaba yo, siendo acariciado por la brisa marina, mientras el inmenso océano azul lamía mis pies descalzos.
Al mirar la tierra húmeda bajo mis dedos recordé a la joven que ocupaba mis pensamientos desde hacía tanto tiempo y una sonrisa se escapó de la comisura de mis labios.
Recordé felizmente como me pidió con la voz más dulce que jamás había escuchado que rescatara a sus zapatillas de las garras del mar. Y así lo hice.
Una acción inocente que conllevaría unos momentos posteriores que serían inolvidables.
A raíz de mi acción bondadosa, una continua conversación de fluidos y variados temas le siguió.
Cada segundo que gastaba en escucharla hablar, sentada en la roca a mi lado, más maravillosa me resultaba aquella desconocida de la sandalia perdida.
Su cabello largo se rizaba en las puntas por la humedad costera y sus ojos brillaban cuando me miraba al prestarme su atención.
No recuerdo de qué hablamos aquella tarde y, si lo repitiera seguiría sin acordarme porque toda mi memoria se centraba en escanear en mi retina cada detalle de su rostro, su boca al sonreír mis bromas, sus finos dedos al rozarme la mano, sus blancos pies salpicándome juguetona el agua de la orilla.
Al llegar el ocaso nos despedimos y ni su nombre sé. No hizo falta, no vimos necesario malgastar el tiempo que teníamos de conversación para contar detalles insignificantes.
Claro que por aquel tiempo éramos dos desconocidos en una playa.
Sin nombre, sin origen, sin destino. Sin pasado ni futuro. Solo nuestro presente.
Cinco años han pasado desde aquella tarde. La echaba de menos, quizás demasiado. Sentía que la conocía muy bien, pero ni su nombre sabía.
Cada verano la esperaba por las mismas fechas en la misma playa, sentado en la misma roca. Y nunca apareció.
Este es mi quinto año repitiendo mi tarea y mi chica de la sandalia perdida sigue sin aparecer.
Algo dentro de mí me dice que lo hará, pero la realidad no está de mi parte.
La perdí, o quizás nunca la tuve. Fue un bello espejismo en mi desierto. Una locura divertida que recordaré cuando quiera sentir magia en mi corazón. Ahora solo queda esperar, esperar que el verano se vaya. Para siempre.
ATTE:

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