Lentamente, una mano pequeña, pálida, adornada con diminutas pecas, salió de entre las mantas para apagar el aparato alarmante que pedía atención.
Fuera el sol brillaba con tenue luz de invierno, el amanecer azulado iluminaba el cielo con su tono gris. La nieve se acumulaba en el jardín, marchitando las hierbas que se ocultaban en su manto blanco.
Una figura femenina emergió del bulto rosado de la cama. Su caminar era un halo amarillento por un viejo camisón de algodón fino.
Se paseó por la oscura habitación, descorrió las cortinas y aspiró aire con fuerza mientras estiraba sus frágiles extremidades. Pese al sonido tardío del despertador, la joven de cabellos caoba no mostraba una actitud excitada por la prisa.
Sus pasos eran serenos, sus hombros descubierto por el ancho cuello del camisón eran blancos y huesudos, con múltiples pecas doradas. Sus pies firmes y descalzos eran silenciosos al caminar por la chirriante madera del cuarto.
Su rostro anguloso estaba adornado por un flequillo que tapaba sus cejas, privándola de capacidad expresiva y sus pómulos perfilados por el corte a la barbilla.
Al agacharse a recoger su ropa, el pelo liso le bailaba en el rostro y sus pequeños senos se movían al compás de su cuerpo. Cuando decidió salir de la habitación, tras la puerta halló una sombra negra que le heló la sangre y le paró el pulso.
Fuera la nieve caía.

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