24 de octubre de 2014

Historieta.

El sol de Agosto pegaba fuerte aquella tarde. Sara estaba nerviosa, muy nerviosa. No había dejado de dar vueltas por su casa. Escaleras arriba, escaleras abajo.
Había conseguido marear a sus padres, los cuales descansaban acurrucados en el sofá viendo una película. 

Ahora Sara estaba en su habitación. Tenía el armario abierto de par en par, y ella correteaba por su cuarto en ropa interior. El reloj marcaba las ocho y media, en media hora vendría su cita, y n no estaba lista.

Solo iban a tomar un helado y quizás cenar en un restaurante de comida rápida, así que, optó por unos shorts y una blusa de estampados negros, grises y blancos.

Recogió su pelo castaño en una trenza, y se calzó unas deportivas. Un cepillado de dientes rápido, lo justo de perfume y a las nueve menos cinco estaba lista con todo lo necesario encima.
El timbre suena dos minutos antes de lo previsto y saltando como una boba se dirige a la puerta.

Y allí estaba su chico, alto, delgado, pelo caoba, y ojos avellana. Subiendo las gafas de sol hasta su cabeza, el chico esboza una sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa que la derretía  y le provocaba sonrojo ardiente en sus mejillas.
Al verla más de cerca el chico dejó escapar un sonido de sorpresa.

–¡Uau! Estás preciosa– Sara se sonrojó ante esas palabras de halago, y sintió un cosquilleo en la punta de los dedos de las manos. Para mitigarlo, las escondió en los bolsillos traseros.

–No es para tanto–es lo único que logra decir en claro. – ¿Nos vamos?

El chico asiente, sonriendo como siempre. Le saca una mano del bolsillo trasero y la entrelaza con la suya. De nuevo el cosquilleo. Aquella tarde iba a ser larga. En ese momento el reloj del salón de Sara dio las nueve.




En la cafetería del centro de la ciudad es donde Sara y su chico se encontraban. Cada uno con su helado. Habían estado charlando bastante tiempo de cosas triviales, hasta que por fin, tras un lamido del postre Sara comenzó hablar de algo más serio.

–Gracias por salir hoy conmigo, Daniel–le dice a su cita, pero sin levantar la vista de su helado. El cucurucho comenzaba a derretirse con el calor del ambiente y el de la mano sudorosa de Sara.

–No hay que darlas –ante las palabras del chico, un pinchazo de decepción sin sentido atraviesa a Sara. –Es un placer para mí pasar la tarde contigo, Sara.

Al pronunciar su nombre, la chica levanta la vista y le mira fijamente a los ojos color avellana. Nota como la sangre se acumula en sus mejillas, y el calor la invade una vez más.

Se termina el helado con rapidez y evita mirarle mientras se limpia los labios de chocolate. Él también termina de tomarse el suyo y sonríe mirando a Sara de soslayo.
De nuevo el rubor. Tanto sonrojo la cansaba.

– ¿Quieres que vayamos algún sitio en particular? –pregunta Daniel mientras se quita las gafas de sol de la cabeza y las cuelga del cuello de su camiseta azulina.

–Me da igual, ¿dónde quieres ir? –pregunta Sara, encogiéndose de hombros.

–Donde tú quieras–termina diciendo, con una gran sonrisa en el rostro. Sara, contagiada por su sonrisa, tiene un impulso.

–Me gustaría ir a tu casa.

Justo cuando termina de decir la frase se percata de la gravedad de esas palabras. Abre los ojos como platos al darse cuenta, y agacha la cabeza, roja como un tomate.
El chico sin embargo, se ha quedado por un momento perplejo, sin su habitual sonrisa, pero se pone en pie, le agarra la mano, y cuando Sara consigue mirarle, está sonriendo.

–Sin problema– concluye mientras tira de ella en dirección a su casa entre algunas calles de la ciudad. Sara siente un dolor punzante en el vientre, estaba nerviosa, pero también estaba eufórica por lo que iba a suceder.

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Su casa, era como cualquier otra. Sus padres habían salido para hacer la compra semanal y no estaban en casa. El chico deja las gafas y las llaves sobre una mesilla en la entrada. Sara se mira al espejo, la trenza está prácticamente deshecha y su cara está más roja que la alfombra que decoraba el salón. 

– ¿Quieres tomar algo? –dice el chico mientras Sara se sienta en el gran sofá y comienza hacerse la trenza de nuevo.

–Un zumo de naranja bien frío me vendría bien– contesta la chica mientras Daniel enciende el aire acondicionado y se va en dirección a la cocina.

El salón era pequeño, con paredes color café y suelo de madera. Una mesita se encontraba en el centro de la habitación, entre el sofá y el televisor. El mueble del televisor, tenía múltiples fotos de Daniel y su familia, además de libros.

Daniel vuelve de la cocina y pone en frente de Sara un vaso grande de zumo de naranja. Se sienta a su lado en el sofá y automáticamente, la cara de la chica se torna roja, el joven se percata de ello y se levanta rápidamente. 

–Perdona, me pondré en el sillón– se levanta y se sienta en un sillón a un escaso metro de Sara. Sin embargo la chica está decepcionada, pero aun así, el hecho de que esté lejos la tranquiliza. Sara sorbe un poco de su zumo de naranja, y solo en ese momento se percata de lo que bebe su cita.

– ¿Eso es ron? –pregunta Sara con auténtico asombro y observando detenidamente el vaso.

– ¿Esto? –pregunta a su vez Daniel, alzando el vaso con el líquido espeso y marrón con dos cubitos de hielo. –Sí, a palo seco, como se suele decir.

Concluye su explicación sonriendo y dándole un buen sorbo a su vaso.

– ¿Quieres probar? –la pregunta toma por sorpresa a Sara, que lo mira con las cejas alzadas desde su asiento. Lanza un vistazo al vaso de zumo que tiene en el regazo y luego mira al sonriente joven.

–De acuerdo.

Se acerca con lentitud hacia él, y suelta el vaso de zumo sobre la mesa. Con las dos manos, coge el vaso fino, con gran tacto. Estaba helado debido a los cubitos de hielo. Se lo lleva a la boca y moja los labios. Un sabor amargo se abre paso en su paladar. 
Una expresión de desagrado se refleja en el rostro de la chica y Daniel ríe con ello.

–Está fuertecito…–confiesa Sara lamiéndose de los labios los restos de Ron. El sabor comenzaba a ser dulce en su garganta.

–Pero luego se vuelve dulce, y puedes llegar a decir que está bueno–afirma Daniel mientras le da otro sorbo a su vaso. Sara para mitigar el sabor, da un gran trago a su frío zumo de naranja. Alivio a su paladar.

Los dos se quedan en silencio un instante. El reloj marca las diez y media de la noche. A la cita le quedaba poco tiempo, el chico aun no había mostrado interés romántico hacia ella.

Ambos se conocían desde hacía semanas, tras una fiesta en casa de la hermana mayor de Sara. Un amigo de su hermana trajo a su primo pequeño a la fiesta, y los dos, al ser los únicos extraños allí, se hicieron amigos en un momento.
Se habían dado los números de teléfono y habían estado charlando todo este tiempo. Sara sentía algo por ese chico, pero no podía decir lo mismo de él. Siempre sonreía  y era amable con ella, y con todas…
No le quedaba claro que sentía por ella, y eso la ponía nerviosa. Quería decirle tantas cosas, ahora que se veían otra vez en persona desde aquella fiesta, tras unas semanas tras una pantalla, escondida, y sonriendo con todo lo que escribía, se había enamorado de él.

– ¿Qué quieres cenar? –pregunta el joven mientras se termina el vaso de ron. Sara le da un último trago a su zumo y lo deja sobre la mesa. Daniel lo recoge al instante.

–Me da igual…–contesta la joven, casi en un murmuro y se acurruca en el sofá, tratando de protegerse mientras el chico al que quería cada segundo más, volvía de la cocina con varios papeles entre las manos.

Los pone sobre la mesa, y la chica se inclina sobre ésta con aire curioso. Son carteleros de publicidad de distintas pizzerías, bocaterías y tiendas de comida rápida. 

–Elige–ordena Daniel mientras se sienta en el sillón de nuevo y le sonríe con aire tranquilo.

Sara se dedica a observar los carteles. Muchos nombres, distintos tipos de pizza y bocatas. Le da igual donde comer, ni siquiera tiene hambre…
Elige uno al azar y se lo entrega.

–Vale, pizzería “Novo horno di pietra”. ¿Qué pizza quieres? Hay muchos tipos.
–El más sencillo–se acerca el cartel y lee en voz alta–una de atún. 
–De acuerdo, yo también tomaré una de atún–concluye sonriendo, y marcando el número de la pizzería en su móvil.
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La mozarella de las pizzas era interminable por cada pedazo que Sara intentaba llevarse a la boca. Las escenas eran tan cómicas que siempre había carcajada general entre la pareja.

–Este maldito queso, parece chicle–refunfuña Sara tratando de terminarse su último trozo. –Estoy llena.

–Yo también–coincide Daniel mientras echa un vistazo a su reloj de muñeca. –Caray, las once y cuarto, se hace tarde.

–La verdad es que sí, debo estar en casa antes de medianoche–dice Sara mirando también su reloj. Se acababa el tiempo.

–Mis padres estarán al llegar, recogemos y te llevo a casa ¿vale? –dice Daniel mientras recoge las cajas de cartón de las pizzas. Sara se pone en pie y recoge las latas de refresco y en unos minutos toda la casa está recogida.

Cierran con llave la casa, y salen al exterior. El frío nocturno azota las desnudas piernas de Sara, que se estremece al poner un pie fuera.

–Hace frío está noche, ten... –el chico le tiende una sudadera que había cogido para él, y ella con toda educación la coge y se la pone. Le queda grande pero no está mal.

Caminan despacio por las sinuosas calles nocturnas de la ciudad. Quedaban al menos treinta minutos antes de llegar a casa de Sara, así que, tenía poco tiempo.
Buscando una solución desesperada, la chica se acerca a él, y le coge la mano, entrelazándola con la suya.
Daniel se sorprende, pero termina apretando su mano. Sara apoya su cabeza sobre su brazo. 
No hablan, se llevan así varios minutos, sin decir nada. Todo está extraño, el aire está cargado de electricidad incómoda. Quiere besarle, pero no es capaz, es su primer beso, inexperta, ¿lo será el también? No tiene ni idea.

Al girar una esquina, solo quedan unas pocas calles para llegar a casa de Sara. La chica no puede más, se han divertido mucho, y se llevan bien, pero ¿y si no lo ve más?, ¿y si él no siente lo  mismo que ella?, ¿y si él no se ha divertido?

Sara se para de golpe y se queda mirando al suelo. Suelta la mano del chico. No quiere mirarle a la cara, se niega a observar ese momento tan embarazoso para ella.
Pero de repente, Daniel se para frente a ella, Sara observa sus pies, el chico agarra su cara con las dos manos y le levanta el rostro para que le mire. 

– ¿Qué pasa? –es lo único que le da tiempo a decir antes de que Sara comience a llorar tras el encuentro de sus ojos avellanas con los de ella, marrones.

Las lágrimas fluyen como gotas de lluvia. Daniel las retira con cariño con el pulgar. Una pareja de jóvenes, mucho mayores que ellos pasan por su lado y se les quedan mirando. Sin embargo ellos los ignoran, Sara continua llorando y Daniel recogiendo sus lágrimas.

–Te quiero…–murmura Sara cerrando los ojos. Quiere dejar atrás ese bochorno. Hace calor. La humedad del verano aumenta. Quiere desprenderse de la sudadera que ese chico le ha ofrecido. 
Quiere salir corriendo de allí. Las manos de Daniel siguen sobre su rostro. Las suyas caen sueltas en sus costados. Con temblor, las levanta y las coloca alrededor de Daniel. 
Mantiene los ojos cerrados y aunque las lágrimas cesaron, llora por dentro.
El tiempo pasa deprisa y lento a la vez cuando Daniel posa sus labios sobre los de ella.
Ante la sorpresa, Sara abre los ojos, y lo primero que aprecia es la noche estrellada de agosto, y luego las largas pestañas de Daniel. Sus ojos cerrados, su rostro inclinado sobre el suyo. 
Vuelve a cerrarlos. La escena debe ser divertida, ella está de puntillas para llegar bien a su cara. Pero no le importa, se aprieta contra él, y disfruta del momento mientras sus bocas se buscan el uno al otro.

Se separan para coger aire, con angustia, y casi sin aliento, Daniel pronuncia las tan esperadas palabras.

–Te quiero–le susurra al oído mientras sonríe débilmente y la abraza. Al otro lado, sobre su hombro, Sara comienza a derramar las lágrimas que ocultaba todo ese tiempo en su interior hasta que ocurriese ese momento.

Unas campanadas provocaban en ese instante un fuerte sonido a lo lejos, muy lejos de aquella pareja.
Era medianoche.


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