8 de diciembre de 2012

Encrucijada de Lágrimas- Capítulo 20


                                                              >20<
Después de varias semanas siempre con vestidos, al fin vuelvo a llevar mis pantalones y mi camisa ancha. Tras cepillarme el pelo con ayuda de Violeta, me cojo mi coleta, y también le doy color a mi cara con la ayuda de Lidia dando pellizcos en mis mejillas para darles un tono rojizo y pequeños pinchazos en mis labios para hincharlos y que se vean más carnosos.
—Ten mucho cuidado, Julia—las advertencias de las gemelas me hace sonrojar y acabo abrazándolas. —Julia, Delf, id por la parte baja de la ciudad, cerca del puerto—nos explica Sofía mientras Rubén sostiene con la ayuda de Clara un mapa de la ciudad y la anciana señala el recorrido con sus dedos arrugados—por aquí no hay carteles y si vais bien camuflados no os reconocerán.
—Llevaos estas capas—la madre de Delf nos tiende unas capas de algodón negras, con capucha y tan largas que arrastran por los suelos.
—Gracias, madre—Delf se coloca la capa con ayuda de su madre y la besa en la frente con cariño.

Me coloco la capa yo sola y me pongo la capucha acomodándola con mi coleta. Nos despedimos de todos y con ayuda de Alfonso e Irene, los hermanos de mi abuela, nos vamos hasta el puerto en coche de caballos.
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***
Los dos bajamos del carruaje y nos acercamos al mar. El olor salado que desprende es notable incluso antes de llegar al muelle.
Compruebo nuestro equipaje. Mi cinturón con mis cuchillos, la vaina de mi espada, ahora vacía ya que es el lugar que ocuparía Delf. También llevo la llave metida en mi bota y Delf lleva dinero y dos cuchillos en cada bota.

—¿Nos vamos?—me pregunta cuando ya llevamos unos minutos contemplando el mar. De pequeña siempre deseé verlo y bañarme en él, pero nunca teníamos tiempo y mucho menos cuando mi madre murió, y posteriormente la enfermedad de mi padre. —Claro—contesto sonriendo bajo mi capucha. Caminamos en silencio a través de los individuos que nos miran con recelo al pasar, acompañados del crujido de las tablas de madera de los muelles al ser pisados por los marineros.
Noto tensión en aquellos ciudadanos repudiados por la sociedad. El sonido de tambores y demás instrumentos rebotan en las paredes hasta llegar a mis oídos. Averiguo la razón de esta música gracias a los murmullos graves de los marineros.
—¿Habéis oído?. Es la banda de música del funeral del gobernador—cuenta un marinero canoso y arrugado.
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—Sí, dicen que cayó de algún lugar alto. ¿Creéis que le empujaron?—pregunta curioso otro algo más joven, fumando un puro enorme.
—Se rumorea que fue una mujer, una antigua amante. Pero no es seguro, ¿os imagináis al gobernador con amantes?—dice otra vez el anciano canoso.

—Sí, bueno, es probable que tuviera más de una...— dice otro hombre de mediana edad de pelo castaño y barba abundante mientras hace reír a los demás con sus habladurías.
Delf y yo pasamos de largo ante aquellos marineros, mientras yo pienso sin cesar en la escena de la azotea entre Patricia y el gobernador...
***
Mientras caminamos, Delf va pegado a mí. Voy lanzando ligeras miradas al mar que se veía a lo lejos. Delf me mira cuando lo hago y a mitad de camino me sujeta el brazo y me arrastra hasta el océano.
Entonces me anima a quitarnos los zapatos, y cuando mis pies descalzos rozan la suave textura de la arena entre los dedos, tengo que contener las lágrimas. Totalmente eufórica, me quito la vaina vacía y la dejo junto a los zapatos, y sin mirar atrás, corro por la arena hasta el mar azul.
La capucha se baja con la fuerza del viento al correr, y la cinta cae, dejando mi pelo suelto contra el aire.
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El sonido de las olas atraviesan mis oídos, cierro los ojos y respiro profundamente, arrastrando el olor del agua salada a mis pulmones.
Delf aparece riendo ante mi cara de boba al contemplar el mar.

—¿Nunca habías visto el mar? —pregunta mirándome con perplejidad.
—Nunca—contesto sinceramente y sonriéndole al océano—. Pero es increíble.

Me agacho y cojo arena húmeda. La acaricio como si de oro se tratase y Delf ríe. La arena cae como derritiéndose en mi palma, y se desliza entre los dedos. Delf me agarra la mano, y dejo caer el barro seco de la palma.
Llegamos a la orilla y el agua salada, arrastrada por la fuerza del mar, moja la parte baja de mis pantalones y la capa.
Ambos nos subimos los pantalones hasta las rodillas y nos introducimos un poco más.

Con cada pequeña ola, el agua fría rompe en mis piernas y lanzo un gritito. Con cada gritito, Delf ríe entre dientes y yo le devuelvo una sonrisa.
—Se te cayó esto—me muestra en su mano la cinta del pelo, y cogiéndola, me recojo el pelo en una coleta de nuevo.

—Gracias por traerme aquí—mis palabras le causan un ligero rubor en sus marcados pómulos y sus labios se ensanchan formando esa sonrisa que me deslumbra.
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—De nada—dice al fin y tras colocarme un mechón de cabello negro ondulado tras la oreja, volvemos al camino para continuar nuestro viaje.
***
Tras pasar el puerto, ya casi llegamos al límite del camino antes de cruzar el centro de la ciudad sin ser vistos gracias a las capuchas. Nadie nos miraba extrañado por nuestras vestimentas ya que en pleno mes de diciembre y con breves nevadas de vez en cuando, acompañada del frío congelante que traía el viento, nadie se molestaba en girar la cabeza cuando pasábamos.
Las puertas del palacio se alzan ante nosotros, mientras el incesante sonido de la banda fúnebre se aproxima. Rodeamos los muros de palacio y subimos por la parte trasera. Salto a los brazos de Delf que me espera al otro lado y salimos corriendo en dirección a los establos para escondernos en ellos.
—¿Y ahora qué?—pregunta Delf mientras da grandes bocanadas de aire por la carrera de hace unos instantes. —Debemos ir al interior de palacio sin ser vistos...—el sonido de alguien acercándose me interrumpe.
—La mujer del gobernador se está preparando para cuando la banda de música llegue y la lleven a la iglesia. Al gobernador le harán una misa especial—una voz aguda pero no de mujer, probablemente un chico
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joven, explica ese hecho que me hace crear una idea en mi cabeza.
—Delf, nos infiltraremos en el palacio, e iremos a su habitación, una vez dentro le exigiremos que nos diga dónde está el cofre—le susurro mi idea a Delf que asiente y sus ojos azules reflejan preocupación cuando me incorporo y me planteo salir corriendo al interior de la mansión entrando por la puerta de la cocina.

Cojo la bolsa que Delf lleva encima y meto la capa. Él me imita y pegados a la pared, entramos en el enorme edificio.
***
Esquivamos guardias, sirvientes e incluso invitados al funeral. Nos movemos con sigilo y extrema agilidad. Transformo a Delf en espada y le sujeto con mis manos. Empujo la puerta de la habitación de la reina, ubicación que averiguamos gracias a los sirvientes, y me cuelo dentro.
Una lámpara de araña enorme, ilumina la brillante habitación. La señora, con un vestido grisáceo casi negro y un velo negro tapando su rostro, se contempla en el espejo.
Echo un ligero vistazo a la estancia y no veo a nadie aparte de su señoría. Cierro la puerta y me acerco despacio hacia Beatriz.
Le tapo la boca y la empujo hacia atrás dejándola caer al suelo, mientras esta patalea e intenta liberarse.

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Al reconocer mi rostro deja de chillar y me mira asustada.
—Julia Brenfort..—Murmura cuando destapo su boca —¿Qué hacéis aquí?

—Señoría no quiero haceros daño, pero deseo saber donde escondió su marido el tesoro de mi familia. Es de suma importancia para mí el conocer su paradero—le explico con rapidez y tropezando unas palabras con otras.
— Solo sé que lo tiene un chico llamado Lorenzo, — hace una pausa para levantarse y sentarse en frente de su cómoda de nuevo—Hijo de un difunto comandante del ejército de mi esposo—me explica Beatriz mientras se mira en el espejo contemplando sus ojos enrojecidos por las lágrimas.
Se levanta el velo y crea un precioso reflejo de su piel de porcelana en el espejo.
—Mira en las habitaciones cercanas a la sala de armas...—termina diciendo bajando la mirada. —Gracias señoría. Siento lo de su marido, el gobernador Andrés—miento, aunque es cierto que la tristeza reflejada en el rostro compungido de Beatriz al asentirle al espejo me hace estremecer.

Salgo de nuevo de la habitación a paso ligero y con Delf aun en mis manos como espada.
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***
Busco la habitación entre tantas otras. Recuerdo la sala de armas. Aquel lugar donde tuve mi disputa con Eduardo, espada contra espada.
Una habitación tras otra, y nada. Todas vacías o con sirvientes que tengo que tantear para que no me vean. Hasta que por fin, gracias a un grito aterrador de mujer, doy con la habitación.

Asomo mi cabeza por la rendija y examino con determinación el interior.
Una cama como tantas otras de palacio. Hay una mujer de pelo moreno, mucho más negro que el mío y a la altura de los hombros, lacio y grueso. Ojos marrones, muy oscuros pero grandes, adornan la cara puntiaguda de la mujer.

—Ana, deja de gritar, maldita seas—la voz imperativa de un hombre de pelo negro también, que mira por la ventana sin tan siquiera mirar a la mujer mientras habla con ella.
—Estás loco, nos matarán a todos por tu culpa, maldito seas, no me mandes a callar o...—la voz de la mujer se va haciendo más grave conforme sube el volumen de su voz.
—Tú eres la única loca aquí y deja de gritar o te mataré. —El hombre desenvaina su espada y apunta con sangre fría a la mujer llamada Ana que está sentada en la cama mirándole con cara de asombro y odio.
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Un grito ahogado sale de mi garganta por el temor y el hombre se detiene en seco y baja su arma. Mira hacia la puerta y yo noto como mi cara pierde todo color. —Parece que tenemos compañía. —A través de la pequeña rendija no veo al hombre. Mi campo de visión reducido solo me deja ver a la mujer que ríe como una loca y da vueltas en la cama.
La puerta se abre muy deprisa y algo me agarra del cuello de la camisa. Me levanta en volandas y me sonríe con malicia. Unos ojos marrones, aunque no tan oscuros como los de la mujer, me escudriñan. Con barba de varios días, etiqueta su cara como la de un vagabundo, aunque con una excepción, lleva buenas ropas.
—Una joven muy atractiva, debo decirlo—el hombre intenta besarme pero me balanceo y le doy un cabezazo. La mujer ante su comentario deja de reír y le mira muy seria.
—¿Quién sois?—me pregunta la mujer con cara de pocos amigos.
—No tengo porque decir nada—digo mientras aprieto a Delf entre mis manos. Puede oírlo todo pero hasta que yo no lo diga no puede volver a ser humano.

—Qué pena, una ratita bonita y sin nombre—el hombre finge tristeza y me lanza al interior de la habitación, mientras él cierra la puerta.
Mi cabeza choca con violencia contra el suelo y grito de dolor. La mujer llamada Ana ríe a mis espaldas.

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Me incorporo y le apunto con la espada. El hombre ríe. —Bonita espada, al igual que su dueña... —¡Cállese!—le ordeno, interrumpiéndole y corriendo hacia él. Me esquiva todos los golpes y con su antebrazo, lanza la espada lejos de mí. Me sujeta por la cintura y me tira contra el suelo.
Me examina con agilidad y saca los cuchillos de mi cinturón y mi vaina. La bota sigue intacta, por lo tanto, la llave, también.
—Juguemos ratita, en pie—me ordena y yo por desequilibrio, le obedezco—corre.

Corro hacia mi espada pero el hombre me lanza los cuchillos para impedirlo. Esquivo uno que rompe la ventana y el segundo corta la cinta que ata mi pelo, deshaciendo la coleta y soltando mi melena negra. Lorenzo, asombrado, corre hacia mi para robar la espada y desenvaina la suya a la vez.
Solo en ese momento recuerdo que Beatriz dijo que era un mercenario.
Llega hasta mí y clava la empuñadura contra mi estómago.

Caigo al suelo dolorida y el hombre coge a Delf entre sus manos.
Lee la hoja de la espada en voz alta y su cara cambia completamente.

—Delf...—susurra casi sin aliento.
No puede ser. Las palabras de Beatriz resuenan en mi mente con suma nitidez. “
Un chico llamado Lorenzo,
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que es un mercenario e hijo de un importante comandante del antiguo ejército de mi esposo”.
Es el chico que Delf tuvo como hermano durante el tiempo que vivió con el comandante, y maltrataba a su madre, el caprichoso Lorenzo.

—Delf, transfórmate—murmuro desde el suelo. Al instante la conocida luz deslumbrante se hace hueco en la estancia y Delf aparece entre Lorenzo y yo.
Los nudillos de Delf están blancos y noto tensión en su cuello mientras mira a Lorenzo.

—¿Quién eres?—Lorenzo muestra confusión y asombro por la reciente aparición casi mágica de Delf. —¿No me recuerdas?—pregunta de vuelta Delf mientras le mira con odio y me ayuda a levantarme del suelo.
—Delf, el chico que se quiso hacer pasar por un hijo cuando vivía mi padre—suelta con asco Lorenzo—. Nunca fuiste un hermano para mí, me dabas pena.
Las duras palabras del hombre moreno se clavan en Delf como cuchillas. De su bota, Delf saca un cuchillo y se lo lanza al joven mercenario quien no logra esquivarla y le daña el hombro derecho.

—¿Qué demonios te pasa?—grita Lorenzo apartándose con brusquedad y posteriormente propinándole a Delf un puñetazo en la mejilla.
Su mejilla se vuelve morada y se hincha. Saca el otro cuchillo rápidamente y el mercenario lo esquiva esta vez. Delf se transforma en espada de nuevo y lo cojo en

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el aire. Lorenzo desenvaina la suya y comenzamos a luchar.
—¿Quién sois, ratita?—me vuelve a preguntar, y yo le escupo en la cara por su apodo nada cariñoso.

—La pregunta es quién os creéis que sois usted, esa es la pregunta—le suelto yo mientras esquivo los mismos golpes con los que mi padre me entrenaba.
—Manejáis muy bien la espada señorita, pero tenéis una lengua muy viperina y no sabéis con quién habláis —me comenta él con superioridad en su voz.

—No os dejéis engañar por las apariencias Lorenzo— Ana nos mira atenta desde la cama y parece demasiado relajada, como muy segura que su esposo ganará esta pelea.
—Se acabó la charla—una patada de la gran pierna de Lorenzo me empuja hacia el suelo y mi cabeza tropieza con una columna de la pared.
Otro golpe en la cabeza. Un líquido cálido recorre mi nuca y cae por mi espalda, manchando la camisa a su paso.

—No te apures por el dolor punzante que sentirás—me apunta con su espada y me pincha la mano. Delf cae al suelo con un estridente sonido.
Pasa la punta del arma a mi pecho y comienza a empujarla contra mi piel.

—Después de esto ya no sentirás nada—cierro los ojos con fuerza. Siento dolor allí donde Lorenzo clava su
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espada y también un calor abrasador en mi cabeza. Muerdo mis labios.
Y entonces... nada. El dolor punzante en mi pecho ya no es notable. Algo cae al suelo, primero un sonido estridente y luego uno sordo.

Abro los ojos lentamente y observo a Lorenzo en el suelo, con sangre saliendo de su cabeza y sobre él, Ana con los cabellos pegados al rostro por el sudor y un jarrón con decorados chinos color blanco adornado con un círculo rojo de sangre.
—Marchaos...—murmura Ana con ojos enloquecidos. Cojo a Delf y me pongo en pie. Un hilillo de sangre cae por mi frente, la nariz, y se derrama en mis labios hinchados. Ana deja caer el jarrón que se rompe en mil pedazos en el suelo de mármol.
—¿Dónde está el cofre?—pregunto balbuceando.
Ana levanta su rostro y me mira. Sus ojos pasan de enloquecidos a serios. Señala con el dedo huesudo y delgado a una pared con un enorme cuadro de girasoles. Corro hacia el cuadro y lo quito con cuidado de la pared. Detrás, empotrado en ésta, una caja fuerte con una combinación de números y de color grisáceo.
—La combinación...—murmuro para mí, pero al instante tengo a Ana abriéndola ante mis ojos.
Dentro, el cofre marrón oscuro y el candado de plata, en perfecto estado, me espera. Lo saco y lo coloco bajo mi brazo.

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—Gracias—le susurro a Ana, pero ésta vuelve a la cama, se mete dentro y se tapa con las sábanas hasta la cabeza.
Llego a la puerta y antes de cerrarla, echo un último vistazo. Lorenzo en el suelo, rodeado por un charco de sangre, mientras Ana, su esposa, quién le golpeó, duerme plácidamente en la cama.

Lentamente voy cerrando la puerta y dejo atrás otro momento que nunca podré olvidar. 




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