11 de diciembre de 2012

Encrucijada de Lágrimas- Capítulo 21


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Tengo el cofre y la llave. Pero quiero reunir a todos antes de abrirlo.
—Yo lo guardaré, no te preocupes—Sofía coge el cofre y lo guarda en una caja fuerte que hay sobre la chimenea, escondida tras el gran retrato de Ángel Rumier.

—Habrá sido duro conseguirlo...—Clara, con su voz atípicamente masculina, me mira desde el extremo opuesto de los sillones. Un libro abierto sobre su regazo le da aire de elegancia.
—Un poco... —contesto mientras la imagen de Lorenzo sangrando en el suelo y la cara enloquecida de aquella mujer llamada Ana, me hace estremecer.
—Al fin lo conseguimos—la voz grave y apagada de Delf desde la ventana, justo a mis espaldas, me proporciona una tranquilidad agradecida para olvidar por un instante aquellas imágenes.

Pero su rostro tenso y serio, con un brillo de odio en sus preciosos ojos azules me hace estremecer de nuevo. Nunca le había visto con ese semblante tan... enfurecido.
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¿Pasó algo que yo no sepa en la época en la que los dos eran unos hermanastros adolescentes?
—Tómate un respiro Julia. Id a dar un paseo por mis jardines los dos juntos, o que Delf se reúna con su madre... Los hermanos de tu abuela no vendrán hasta esta noche y traerán consigo a la hermana de tu madre. —Mi tía, ¿tengo una tía? .Mi madre nunca mencionó tener hermanos...—digo murmurando para mi misma pero Sofía lo oye y me responde.

—Eran gemelas—levanto el rostro y veo como Clara y Sofía beben té a la vez. Giro el rostro y Delf sigue en el mismo sitio, apoyado contra la ventana y contemplando el paisaje del mediodía—, pero Cecilia, así es como se llama, tenía problemas con el alcohol, pero ya está recuperada.
—Y tan recuperada, se las ingenió para casarse con el hermanastro del Gobernador Andrés, ¿lo traerá con ella?—comenta Clara, colocando la taza en el platito y observando a su madre, mientras usa un tono burlón en su voz.
—¿Hermanastro?—pregunta Delf a mis espaldas. —Bruno es el verdadero gobernador, pero renunció a ese título por casarse con una mujer de clase baja. Así Andrés consiguió el cargo...—Sofía suspira y bebe otro sorbo de humeante té—, pero esa es una larga historia. —Yo la conozco—confieso recostándome en el sillón y recordando las palabras que un día me dijo el gobernador. Me dijo que me parecía a su hermano, la
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misma valentía de Bruno al enfrentarse a su padre, y rechazar al título de gobernador por amor—. Sofía, contadme más sobre mi tía Cecilia.
—Al igual que tú eres muy buena con la espada, ella es buena con el arco. La gran precisión a la hora de concentrarse en una batalla la heredaste de ella—otro sorbo de té—. Ella y Bruno fueron juntos a la guerra. Ella se hizo pasar por hombre, y salieron victoriosos. Y todo gracias a su gran dominio con el arco.

—Tengo tanta familia, y no lo sabía, y encima tan increíbles...—digo mientras Delf se coloca junto a Sofía y me sirve una taza de té. Le doy un sorbo y el vapor con aroma a limón inunda mis fosas nasales.
—La conocerás y veréis que os parecéis mucho en ciertas cuestiones. Físicamente te pareces a Matilda, pero en cuestión de personalidad eres como tu madre y evidentemente, como tu tía Cecilia, ya que eran gemelas, casi idénticas. Ese instinto de hacerlo todo sin pensar, dejándote llevar por tus propios sentimientos, y darlo todo por los que más amas... Eso es de tu madre. —¿Conocíais a mi madre, Sofía?—pregunto curiosa mientras me termino el té.
— No mucho, pero lo suficiente para saber que erais iguales. Cuando tu padre tenía diecisiete años y comenzó a cortejar a tu madre, ya podía verse el carácter de la chica.
—Ahora que lo pienso—dice Delf mirando su taza—. ¿Cuándo le entregaron al padre de Julia la llave?
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—Cuando tenía dieciocho años, si es eso a lo que te referías, Delf—Sofía lanza una mirada a su hija, quién está absorta en el libro que tiene en el regazo—. Id a descansar. Os avisaré cuando lleguen y abriremos el cofre.
—Gracias Sofía—me pongo en pie y hago una reverencia. Delf se levanta y me imita. Salimos los dos al mismo tiempo en dirección a la puerta y dejamos a Sofía yendo a por su cuarta taza de té y a Clara metida en su novela.
***
En mi habitación, la oscuridad de ese día nublado, consume todo rastro de claridad en la estancia.
Delf me ha seguido a todas partes hoy. Cuando fui a la cocina a tomar algo para picar en el almuerzo e incluso cuando salí al jardín a tomar el aire.

Me giro sobre mis talones. Mi pelo revolotea a mi alrededor. Le miro fijamente y observo con detenimiento su rostro. Sus ojos azules como el cielo me miran confiados y sus labios forman un diminuto arco cóncavo.
—¿No estás feliz?—me pregunta, ahora con expresión preocupada. Su pregunta me sobresalta interrumpiendo mi observación.
—¿Por qué debería estarlo?—la siguiente pregunta no tiene sentido pero no le encuentro significado a la cuestión de Delf debido a mi distracción.

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—Al fin podrás abrir el cofre—me explica sonriendo e ignorando mi despiste—¿No lo deseas?
—Sí, sí, perdona, pensaba en otra cosa...—me giro, dándole la espalda y me dirijo a la ventana.

El agujero que le hizo la roca que Eduardo lanzó desde el jardín sigue allí. Ahora tapado por un trozo de tela. Lo retiro y queda al descubierto el cristal roto.
Lo acaricio pensando en aquella noche. Escalofríos recorren mi espalda cuando Delf llega sigilosamente por detrás y me abraza sin previo aviso.

—¿Qué te ocurre?—susurra en mi oído. Su cálido aliento me provoca una extraña sensación. —Nada—miento. Desde hacía rato no me encontraba bien y tengo nauseas. Un sofocón de calor inunda mi cuerpo de la cabeza a los pies y mis piernas flaquean. Delf grita mi nombre y me sostiene en sus brazos. Pasa su mano por mi frente y noto como arrastra el sudor frío. La mirada se me nubla y me es más difícil diferenciar algo.
Delf me coloca en la suave cama y me besa en la frente mientras sale despavorido por la puerta en busca de ayuda.
Noto mi corazón palpitante debajo de mi sudada piel. Choca contra la capa de carne que lo separa del exterior, lo empuja frenéticamente y con ansia, como si quisiera salir.

Y todo se nubla de nuevo. No hay nada más que el malestar interno que me atormenta.
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***
Oigo voces a mi alrededor, voces preocupadas y que giran en mi cabeza.
Abro los ojos lentamente al compás de mi relajada respiración. Noto algo frío en mi frente y en mis axilas. Sofía y Clara están a cada lado de la cama. Lidia no para de dar vueltas en círculos en el centro de la habitación y Violeta sujeta mi mano derecha con suma fuerza.

—Ya abre los ojos, abuela—exclama la joven rubia. La anciana se acerca a mi rostro y lo examina.
—Julia, gracias a Dios...— suspira mientras se frota los ojos, cansada.

—¿Estás bien? —me pregunta Lidia que se acerca a la cama junto a las demás.
—¿Qué ha pasado? —murmuro casi sin voz ni fuerzas. —Delf dijo que, de pronto, te pusiste pálida y tus ojos estaban en blanco—una exhalación de sorpresa sale de mi boca.

—¿Estás mejor?, antes te costaba respirar y estabas pálida...—comienza a decir Violeta.
—Y estabas sudando muchísimo—la interrumpe su hermana gemela completando mis síntomas.

—Sí, estoy mejor... ¿dónde está Delf?—intento incorporarme pero Sofía me lo impide y me empuja delicadamente a la cama.
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—Está en su habitación, con su madre... —dice Clara mientras se pone en pie y sus gemelas la imitan. —Descansa hasta la noche, esperaremos a que estéis mejor para abrir el cofre—concluye Sofía acariciando mi mejilla.
Las cuatro mujeres salen de la habitación por orden de edad dejándome sola en la habitación una vez más.
***
Duermo a ratos hasta que llega el atardecer. Un sonido sordo me desvela por completo de mi somnolencia.
La habitación tiene un tono anaranjado por el ocaso y llena la estancia de vida. Otro sonido sordo procedente del armario.

Giro mi rostro húmedo por el sudor, y escudriño la zona. Una sombra que se mueve con agilidad entre la penumbra de la sala.
Sale a la luz, como si el que yo lo hubiese visto fuese su oportunidad.

—Julia... —susurra mi nombre con dulzura y deseo. Su voz aterciopelada tan conocida para mí.
Eduardo, parado con un traje negro y muy señorial, junto con una elegante corbata a juego con el traje y en contraste con su blanca camisa.

—Eduardo... —mi voz sale quebrada y suena horrible, al contrario de la suya. Carraspeo—¿que haces aquí?
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—Quería verte —se acerca a la cama y se sienta mi lado. Me besa en la frente y me abraza.
—Podrían haberte visto entrar... —murmuro desde su pecho. Pienso en la misma escena horas antes, con Delf. Me aparto bruscamente.

—¿Qué ocurre? —me interroga Eduardo preocupado, pero no molesto por mi brusquedad.
—No me encuentro bien —la excusa suena ridícula y Eduardo me abraza de nuevo.

Aunque realmente no estaba mintiendo, ya que, momentos antes estaba tirada en el suelo pálida y desmayada.
—No me vieron porque todo el mundo está centrado en las nuevas reformas que está haciendo la esposa viuda del gobernador... —murmura Eduardo contra mi piel y noto como aspira mi aroma.

—¿Qué reformas? —pregunto apartándome, metiéndome en la cama y girando la cara mientras él me acaricia la mano.
—Está echando cemento en las calles, se llama asfaltar, y coloca unas lámparas de acero llamadas farolas de gas, hay varios señores encendiéndolas, para iluminar las calles —respira profundamente y prosigue su explicación. —Beatriz dice que son trabajos que su marido tenía pendiente.

—¿Hay más carteles sobre búsqueda y captura de mi y de Delf? —pregunto recelosa y temiendo la respuesta. Eduardo me responde sonriendo y añade:
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—Beatriz ha mandado a quitar todos los carteles — suspiro de alivio y comienzo a llorar casi sin darme cuenta.
—Tranquila, ya todo ha pasado —Eduardo me abraza de nuevo y acaricia mi cabeza, esta vez no opongo resistencia y nos fundimos en una beso entre lágrimas saladas.

***
Tras darme un baño y recomponerme de mi desmayo, me pongo mi camisa y pantalones, mis botas y mi coleta que recoge toda mi melena negra. Estaba amaneciendo. Había pasado la noche con Eduardo, pero solo dormimos.
Los dos estuvimos abrazados durante toda la noche y cuando desperté y abrí los ojos, él seguía allí, a mi lado, sonriéndome al despertar.
Estaba decidida a abrir el cofre ahora. Mis tíos y los hermanos de mi abuela estaban esperándome para ello. De la mano de Eduardo bajo deprisa al salón principal, donde estuve sentada tomando el té la primera vez que llegué a esta casa.

Cuando entro allí, todos me miran, Sofía observa a Eduardo con confusión, las gemelas se miran la una a la otra, Clara no aparta la mirada de la ardiente chimenea, y Delf taladra a Eduardo con odio Posa su mirada en nuestras manos entrelazadas y se muerde el labio con violencia, quizás para evitar llorar.
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Eduardo suelta mi mano ante aquella escena. Patricia pasa por mi lado con rápidos pasos en busca de los demás invitados.
El cofre, sobre la mesita del té, me espera. Tomo la llave en mi mano y toco el colgante con la foto de mis padres y mío. Cierro los ojos durante un momento y dejo allí todas esas miradas que me aprisionan.

Pienso en mi tío Gustavo, sus últimas palabras, y en su cuerpo que yace sin vida entre los brazos de los policías que le sacaban de su preciosa tienda.
Mi padre, Lucas Brenfort, un hombre trabajador y humilde, me enseñó a cazar, me enseñó a luchar, me enseñó a sobrevivir.

Mi madre, Reichel Brenfort, lo único que tenía en su vida eran los libros, su marido al que amaba muchísimo y su pequeña hija. Me hubiese gustado que estuviese aquí conmigo.
Abro los ojos de nuevo y todos siguen allí contemplándome. Camino en dirección al cofre y me siento delante de él. En ese momento entran Alfonso e Irene con otra pareja algo más joven que ellos.
—Julia Brenfort —el hombre de pelo rubio ceniza y ojos verde claro se acerca a mí corriendo y me abraza con fuerza. Yo me quedo rígida.
—Julia, él es Bruno, el hermano de Andrés—Bruno se aparta de mi lado y me observa con detenimiento. —Encantada —es lo único que sale de mi boca y él sonríe. La mujer con el pelo de caramelo y ojos

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avellana, se inclina a su lado, sin molestarse en colocar bien su vestido. Una sensación clara y constante nace en mi pecho al observar a esa mujer tan idéntica a mi difunta madre.
—Soy Cecilia, tu tía y la hermana de Rachel —Bruno se aparta y deja a Cecilia sitio para abrazarme y llorar en mi hombro. Esta vez si le correspondo el abrazo. —Cecilia... —murmuro en su hombro y ella acaricia mi espalda con delicadeza.
—Traemos una sorpresa para ti, Julia —Alfonso se acerca a mi y me muestra la espada de mi padre en sus manos. Me pongo en pie al instante.
No la veía desde que fui a la tienda de mi tío y conocí a Delf.

Las iniciales LB grabadas en ella. Lucas Brenfort. Mi padre me dijo que cuando cumpliese quince años cambiaría la L por una J. Nunca podrá hacerlo. —Gracias, muchas gracias —tomo la espada en mis manos y la manejo con facilidad, como si estuviese echa para mi expresamente.
—Bien, es hora de abrir esa cajita de madera —dice Clara que había estado todo este tiempo en un silencio extraño, mirando la chimenea.
Asiento con emoción y me agacho de nuevo. Miro a todos los presentes y lentamente acerco la llave a la cerradura.

Lloro y las lágrimas caen sobre la mano y resbalan hasta la llave.
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De pronto el suelo comenzó a temblar...
***
El cofre sale disparado hacia el techo y vuela en círculos, guardo la llave en mi bota y me pongo en pie. Todos los presentes miramos perplejos y asustados al techo.
Una risa melódica pero malvada rebota en toda la casa. Corro hacia la ventana y el cielo del amanecer rosado es engullido por unas nubes negras.
Horrorizada miro hacia atrás y los demás me miran con ojos aterrados.

—¿Qué está ocurriendo? —pregunta Clara con su masculina voz.
—Julia, ¡mira! —Sofía me señala el techo y el cofre sale disparado por la ventana rompiendo los cristales. —Qué diablos... —oigo maldecir a Eduardo y Delf al unísono, quienes se habían colocado uno a cada lado de mí.

—Hay que hacer algo —sentencia Patricia mirando a todos los presentes con impotencia.
—Voy a ir a buscarlo —grito mientras le pido a Lidia y Violeta que traigan mi vaina y abrigo.

—Iré contigo —de nuevo al unísono Delf y Eduardo. Los dos se miran con recelo por haber dicho lo mismo, al mismo tiempo y a la misma persona.
Sin responderles me coloco el abrigo y la vaina e introduzco la espada dentro de esta. Cecilia se cambia

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casi sin darme cuenta, por una camisa negra y roja y unos pantalones más oscuros que los míos.
Se recoge su melena caramelizada en una trenza simple que coloca en su espalda y toma el arco que le tiende Irene.

—Vamos a por ese cofre, sobrina —me dice mientras me agarra de la mano y me saca de la mansión.
***
Corremos por las calles recién asfaltadas y pasamos al lado de los faroleros que apagan las luces para dejar al sol hacer su trabajo.
Dentro de mi cabeza la voz melódica pero malvada me guía el camino para llegar hasta él. No digo nada pero Cecilia me hace caso y me sigue.

Llegamos a un campo abierto con una colina al final. Encima de esta sobresale una refulgente luz azul. Entrecierro los ojos pero no soy capaz de diferenciar nada.
Mi tía saca una flecha y apunta con gran precisión hacia el objetivo. La flecha sale disparada con un fugaz silbido pero rebota contra aquella extraña luz azul.
Le pido ayuda a Delf, y al cabo de unos cinco minutos, que mi tía dedicó a buscar algo o alguien para averiguar el rastro del cofre, Delf llega hasta mí. Eduardo le sigue de cerca con Bruno y centenares de hombres.

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—¿Quiénes son estos hombres? —pregunta mi tía, pero nadie le responde, salvo su propio marido.
—El antiguo ejército del gobernador, que Beatriz me cedió para protegerme... —Bruno hace una pausa y prosigue—y ellos son...

—Mis padres y —giro mi rostro hacia Eduardo que me presenta a sus padres.
La madre es hermosa, cabello castaño y ojos azules como los de su hijo. El padre con el pelo negro como sus ojos, con algunas líneas plateadas. Me escrutan con la mirada y me miran con recelo.

—¿Nos ayudarán o nos matarán? —Pregunta Delf con tono burlesco.
—Te ayudarán a conseguirlo. No lo robarán, te lo prometo —Eduardo responde a la pregunta de Delf con los puños tensados, pero mirándome a mí.

—¿Por qué todos quieren ayudarme?, solo busco el cofre —pregunto mientras miro a mi alrededor y Cecilia me toma de la mano.
—Señorita Brenfort, soy Víctor y esta es mi esposa Virginia —se presenta él y a su mujer, los dos vestidos como hombres y del color negro —.Lo que ha ocurrido con el cofre es algo extraño y nada natural. Necesitará ayuda suficiente para lo que pueda ocurrir —el padre de Eduardo me habla de usted y eso me hace recordar que él no sabe nada de lo que ha ocurrido entre su hijo y yo. Esto me hace sonrojar pero nadie parece notarlo. Asiento entonces decidida y me giro hacia el campo

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libre que se levanta ante nosotros. Entonces, como salido de la nada, un hombre encapuchado aparece sobre la colina y comienza a reír escandalosamente y tras bajarse la capucha, alza las manos y chasquea sus dedos formando luces en sus manos. Todo es tan mágico y sobrenatural que olvido a por lo que verdaderamente había llegado hasta aquí. 



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