No sé muy bien si es sorpresa o emoción lo que siento en este momento, delante del escondite del tesoro de mi abuela.
Me dispongo
a entrar en la cueva, pero unas grandes manos, me interrumpen.
Miro a mi
espalda y veo que tanto Eduardo como Delf, me sujetan con sus manos,
cada uno de mis brazos.
—Es
peligroso que vayas sola—Me dice Delf, rápidamente, y colocándose
a mi lado.
—Y
también, es peligroso ir a oscuras, deberíamos encender una
antorcha o algo…—Exclama Eduardo, mientras busca en el suelo
algún objeto que nos sirva para iluminarnos.
—Vamos
chicos, aun hay algo de luz—Me quito sus manos de encima y me
acerco a la entrada. Toco el cartel de madera donde está escrito el
lúgubre mensaje, y una astilla se clava en mi dedo.
—¿Te has
hecho daño?—es Delf, que coge mi mano delicadamente—. Déjame
ver—mira mi dedo índice, donde la astilla está clavada y un
hilillo casi minúsculo de sangre cae por él.
Con un
rápido movimiento, Delf me saca la astilla y el alivio se hace notar
bajo mi piel. Segundos después, casi sin darme cuenta, se lleva mi
dedo a su boca y limpia la sangre.
Me sonrojo y
muerdo mi labio. Le miro fijamente, tiene los ojos cerrados y sus
pestañas rubias son casi plateadas por la luz del ocaso.
—Gracias—digo,
sacando mi dedo de su boca con rapidez y pegando mi mano al costado.
Me giro para
ocultar mi rubor, y compruebo con sorpresa, que algo de mi sangre se
ha quedado en el cartel, y comienza a desintegrarse.
—Eduardo,
mira esto—Le grito a Eduardo que se acerca a grandes zancadas y
mira con el ceño fruncido como la madera del cartel, va absorbiendo
literalmente, mi sangre.
—Pero qué
demonios…—Maldice Eduardo. Acerca la mano lentamente hacia el
cartel, pero éste se entierra en el suelo con una rapidez apenas
visible, dejando solo la calavera al descubierto.
Los tres nos
giramos con sorpresa cuando unas antorchas se encienden en el
interior de la cueva, una a una, creando un pasillo antes invisible
para nosotros.
—Creo que
ha sido gracias a tu sangre—comienza a decir Delf señalando con la
cabeza el interior de la cueva.
—La cueva
ha reconocido la sangre de mis ancestros—digo terminando la frase y
de forma automática.
—Impresionante—exclama
Eduardo, entrando en la cueva delante de nosotros.
Me acerco a
él y cuando traspaso la línea que había entre el exterior y el
interior, una ráfaga de aire caliente, cargado de algo muy pesado,
me empuja contra el suelo.
La presión
aumenta conforme nos vamos adentrando en la cueva y damos paso a las
auténticas catacumbas.
***
Pasamos
caminando lentamente numerosos pasillos. Parecen infinitos, con
dibujos como extrañas runas extraños y creo que hasta frases u
oraciones en otro idioma, pintados en las paredes.
El aire es
pesado sobre mis hombros. Mis botas repiquetean sobre la tierra llena
de polvo y piedras. Y mi coleta se balancea de un lado a otro
mientras voy entre Eduardo y Delf.
Voy en el
centro porque no quieren dejarme detrás pero tampoco quieren que
vaya sola delante. Me tienen muy protegida y me hace sentir
insignificante, necesitada por los hombres, y no me gusta nada.
—Escuchad—nos
dice de pronto Eduardo y hace que me sobresalte. Una ráfaga de aire
apaga las antorchas de nuestro alrededor dejándonos totalmente a
oscuras.
—Chicos…—digo
palpando la nada. Toco una cara y comienzo a pasar mis dedos por
ella. Reconozco un parche y sé que es Eduardo al instante. Quito las
manos con rapidez y me sujeto a su camisa.
Me recuerda
a cuando tenía nueve años, en una noche de tormenta se apagó toda
la luz que había en casa y nos quedamos a oscuras. Me sujeté a mi
padre de la misma manera que lo estaba ahora. Asustada. Estaba
asustada, no porque estuviéramos a oscuras si no por el
escalofriante sonido que procedía desde detrás de nosotros.
—¿Qué es
eso?—susurro a la oscuridad. El no ver nada me molesta de una
manera increíble. Noto como alguien me abraza. A juzgar por la
situación, esa persona es Eduardo.
Como si así
me sintiese protegida le correspondo el abrazo y agudizo el oído.
Unos pasos
se acercan a nosotros. Un escalofrío recorre mi cuerpo, porque son
voces masculinas y casi imperceptible, se oye el sonido de unas
cadenas.
—Delf,
contra la pared—susurra Eduardo sobre mi cabeza. Su pecho vibra al
hablar. Nos colocamos los tres pegados a la pared y nos quedamos ahí
con la respiración entrecortada.
Una pequeña
luz al final del infinito pasillo se hace visible al cabo de unos
segundos.
Un grito
sale de mi garganta que es amortiguado por la mano de Eduardo sobre
mi boca. Le miro sorprendida y él me niega con la cabeza. Tras
hacerle un movimiento a Delf, en silencio y próximos a la pared,
continuamos nuestro camino.
***
Deprisa pero
sin hacer sonido alguno, nos desplazamos hasta quedarnos en una
especie de pasillo cortado por una pared. Nos colocamos ahí y nos
quedamos unos segundos sin tan siquiera respirar.
Alguien me
abraza de nuevo y me tenso cuando desplaza sus manos desde mi
cintura, acaricia mi pierna y acaba en mi bota, extrayendo algo de
ella, la llave. Me giro rápidamente y busco a esa persona, extraigo
mi cuchillo y lo zarandeo en el aire. Doy marcha atrás y choco con
alguien. Me giro cuchillo en mano y corto algo de donde sale líquido
caliente.
>>Le
di<<—pienso entusiasmada, pero cuando
oigo el grito de dolor descubro a quien.
—Delf—Digo
en voz alta casi sin darme cuenta.
—¿Qué
demonios te pasa, Julia?—me pregunta enfadado y maldiciendo con voz
ronca.
—Lo
siento, creí...—intento disculparme pero sé que es inútil—.
Han robado mi llave, Delf, y no sé quién ha sido porque está todo
muy oscuro.
—¿Eduardo?—llama
Delf, pero nadie responde. Al momento comprendo quién es el ladrón.
—Maldito,
ha sido él—grito, y de pronto se oyen unos pasos salir corriendo
en dirección al interior de las catacumbas—bastardo...
No es propio
de una dama maldecir pero en ese momento odio e impotencia recorren
mi interior.
—Espera
Julia—Delf sujeta mi brazo torpemente en la oscuridad y noto como
se humedece mi camisa por su sangre.
—¿Quién
hay ahí?—pregunta una voz vagamente familiar.
—Idiota,
aquí no hay nadie. Habrá sido una rata o algo—exclama una voz muy
aguda pero masculina.
—¿Desde
cuándo las ratas hablan, Gonzalo?— pregunta la voz de antes.
—Callaos
de una maldita vez y sigamos adelante, se hace tarde— ordena una
voz muy grave.
Las voces se
apagan, pero los sonidos que producen al caminar esos desconocidos
se acerca a nosotros.
—Vamos—susurra
Delf a mi oído y me estremezco cuando su cálido aliento roza mi
oreja. Me agarra de la mano libre, mientras en la otra aun sujeto el
cuchillo cubierto de su sangre.
Salimos
corriendo, apretados contra la pared, hasta llegar a un lugar donde
si hay luz y en el centro de ésta, rodeado de múltiples antorchas
hay una fuente de mármol seca. En la pared del fondo, sobre un
soporte de piedra saliente, un pequeño cofre resplandece.
Nos
acercamos a él, iluminados por múltiples antorchas colgadas de las
paredes, y puedo comprobar el estado de Delf. Su camisa llena de
sangre en la parte delantera. Su mano agarrada con la mía también
tenía restos de sangre. El cabello rubio pegado a su nuca por sangre
seca.
—No
servirá de nada. No tengo la llave para abrir el cofre. Tú estás
gravemente herido y tenemos a tres tipos pisándonos los talones—miro
su herida de la que mana sangre oscura.
Instintivamente
me saco la camisa y me quedo con mi fina camiseta de seda que me
sirve de ropa interior que Silvia me dio. Utilizo la prenda como
venda y Delf se saca la suya utilizándola como un torniquete para
parar la hemorragia.
—Aun no
está todo perdido. Tienes tus cuchillos y te ayudaré en lo que
pueda—me dice mientras mira a su alrededor rápidamente buscando
con la mirada algo que sirva de arma.
—Es
inútil, no saldremos de aquí vivos, es como decía el cartel—digo
acercándome al cofre y acariciándolo con la yema de mis dedos.
Un cofre tan
pequeño para algo tan valioso, tal y como había dicho el
gobernador. Hecho de madera y plata para la parte de metal, incluido
el candado.
—Julia,
escucha—me pide Delf y al momento giro la cabeza para verlo
escondido tras la pared que separaba el pasillo de aquella sala. Me
acerco a él, cuchillo en mano y me pongo al otro lado.
Le lanzo uno
de mis cuchillos y lo coge al vuelo, es entonces cuando las voces y
los pasos se acercan a nosotros, los dos a la vez, y tras lanzarnos
unas miradas cómplices, nos interponemos entre el cofre y los
desconocidos.
***
La luz nos
ciega y mis ojos tardan en acostumbrarse al resplandor que desprenden
las antorchas de los desconocidos. Delf y yo alzamos nuestros
cuchillos listos para atacar en el mismo instante en el que un joven
de cabellos negros y ojos ámbar se para en seco con una mirada
incrédula. Abro los ojos al reconocerlo, a él y a sus dos
acompañantes.
Adrián...
El joven que acabó con la vida de mi tío estaba parado delante de
mis narices. La idea de la venganza viene a mi cabeza y como poseída
por la ira, alzo mi cuchillo y estoy dispuesta a clavárselo a ese
asesino cuando alguien de grandes manos sujeta mi muñeca impidiendo
que lo haga.

No hay comentarios:
Publicar un comentario