Cristina comenzaba su último año de universidad y estaba muy nerviosa. Muchos cambios de avecinaban después de un verano más o menos tranquilo, sin responsabilidades, sin agobios, sin tareas, sin madrugones...
Pero todo eso se acabaría pronto. Y Cristina tenía ganas y a la vez un miedo le recorría la sangre. La tristeza por ser su último año de experiencia universitaria unida al terror que le causaba salir al mundo exterior, al real, al laboral... creaba un cóctel de estrés, ansiedad y agobio del que quería librarse pero no podía.
Por sus venas corría la ansia por comenzar a hacer cosas otra vez, tocar de cerca la futura profesión a la que quería dedicar sus días de vida hasta jubilarse, empaparse de conocimiento, buscar información, trabajar. Pero todo eran cambios, velocidad y caos.
Todo iba demasiado deprisa, todo era demasiado para ella. El verano le había calmado el corazón y la mente demasiado. Necesita engrasarse de nuevo si quería conseguir activar su cerebro.
Preparar su cuerpo y mente le parecía a Cristina una tarea complicada, de esas que requerían unos meses de clases antes de conseguir espabilar. No importaba ya, matrícula hecha y el reloj sonando a las 6. Todo empezaba de nuevo, lo malo... y lo bueno.
Ver viejas caras conocidas, otras tantas nuevas. Motivación por crear trabajos nuevos, clases aburridas pero también apasionantes. Desayunos en la cafetería, lectura en el trayecto de ida y vuelta. Un breve vistazo a la ventana del vagón de tren con los auriculares a todo volumen mientras el resto de pasajeros dormía tranquilamente mientras comenzaba el alba del día.
Deseos de que llegase el fin de semana para descansar, hacer lo que le gustaba, ver a amigos y pareja y quizás alguna visita familiar o pequeña excursión a tierras lejanas o cenas en el bar.
9 meses de rutina intensa y monótona con pequeños vaivenes de entusiasmo y novedad y todo se acabaría. Se graduaría y sería eso que tanto tiempo llevaba queriendo ser.
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