16 de agosto de 2019

La llorona

La llorona siempre lloraba en cada rincón de la casa. La presión que sentía en su pequeño pecho era constante. Sentía los latidos del corazón golpeándole la piel mientras las lágrimas recorrían sus mejillas y sus ojos se teñían de rojo.
La boca siempre se hinchaba con un color rosado muy desagradable y perdía sensibilidad de la comisura de los labios.

El interior de su boca sabía a sangre, un sabor metálico que se adhería a la lengua y no desaparecía en todo el día. Ni toda la noche, el momento concreto donde la Llorona más lloraba en desconsuelo...


La nariz se taponaba y no la dejaba respirar, la boca se le cerraba y tampoco atrapaba oxígeno para llevar a sus pulmones. El pecho se sentía como si alguien la estuviese pisando. Las manos temblorosas se enganchaban a la piel como grapas dolorosas.
La visión borrosa por las lágrimas que no cesaban, intentando escudriñar en la oscuridad y buscar una salida al caos que era su mente.
Era demasiado doloroso. Todo el proceso duraba unos pocos minutos, pero eran una auténtica agonía. La Llorona solo deseaba morir en esos breves instantes, esos segundos que el reloj arañaba con sus manecillas, igual que sus uñas levantando la piel, ya muerta y atrapada bajo los dedos.

Y de pronto... nada. Mente en blanco, ojos secos, boca abierta buscando aire que por fin entraba. Silencio en toda la casa. Y en su pecho, solo un breve tamborileo del corazón desbocado, volviendo a la normalidad. El terror había pasado y ya solo quedaba la nada.
La Llorona se durmió mirando al techo, fruto del cansancio de la larga noche.
Tras sus párpados cerrados, el sol comenzaba a arrancar los primeros destellos al alba.



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