27 de abril de 2020

Llamas de Ira

Cada noche dormían abrazados porque así mantenían lejos el frío del invierno con su calor corporal. Pero ya hacía bastante tiempo que su mujer no le transmitía dulzura con sus brazos durante la noche. Algunas madrugadas la señora se levantaba de la cama a tientas en la oscuridad y se paseaba por la casa tras registrar los cajones de la cocina.

Su relación, antes amorosa y cercana, se había transformado en algo lúgubre y triste, un matrimonio marchito.
En algunos ataques de ira, su mujer perdía el control y le lanzaba lo que encontraba de la casa, provocándole heridas leves pero considerables en su cuerpo.
Nada de esto tenía importancia para el hombre de la casa, que tomaba todo esto como actos impulsivos de su depresiva mujer, quien vagaba por la casa como alma en pena durante el día y repetía el mismo patrón en las noches.

Una de esas noches que ya se habían convertido en infiernos mentales, el chico se removía en sueños solitarios en la gran cama del dormitorio. Su mujer no estaba y tampoco se veían luces encendidas ni ruidos desde la cocina como otras ocasiones nocturnas.

El silencio era palpable y el ambiente estaba cargado con una tensión que podía cortarse con unas tijeras si hubiese tenido unas a mano.
La llamó varias veces pero nadie respondió. Su corazón comenzó a agitarse con fuerza dentro del pecho. El miedo le recorría el estómago produciéndole un dolor agudo y punzante en el vientre.

De pronto sintió un calor extraño bajo sus piernas y se destapó la sábanas pesadas del invierno por si eran imaginaciones suyas. Al instante un olor a humo le acarició la nariz con suavidad. Agudizó sus sentidos tratando de buscar una explicación a aquella extraña y siniestra situación.

El olor y el calor se habían perpetuado en la estancia y estaba ganando fuerza conforme los minutos pasaban. El hombre encendió la luz de su lámpara de la mesilla y comprobó que eran nada más y nada menos que las 4.40 de la madrugada. Las cortinas estaban corridas y la persiana bajada hasta abajo, pues no se atisbaba siquiera el color de las bombillas naranjas de las farolas de la calle.

Entonces decidió mirar hacia la puerta y ésta también estaba cerrada y con una toalla extendida a los pies, como sellando la habitación.

El hombre entonces encajó las piezas en su cabeza y sintió miedo de verdad. Se bajó de la cama y lo vió.
Su mujer salió de detrás del gran armario que estaba contra la pared, impidiendo haberla visto antes.

Con ojos como loca se abalanzó sobre él y lo tumbó en la cama con fuerza mientras el olor a humo se hacía más y más intenso.
El matrimonio se debatía en el colchón en una complicada y pesada pelea mientras la madera bajo sus cuerpos ardía en una majestuosa llama amarilla.

El calor abrasador del fuego se hacía presente con prisas y energía arrasadora. El tiempo corría muy lento y rápido a la vez.
El hombre se desprendió de la mujer que gritaba sin detener la avalancha de golpes y amenazas de muerte con una risa siniestra que salía del fondo de su garganta burbujeante de saliva producto de su ira descontrolado y ansias de sangre.

Los gritos del hombre apagaron a los de la mujer y rompiendo la puerta tapiada y tratando de avisar a los vecinos, el caballero de 48 años salió corriendo escaleras abajo con los pulmones ahogados en humo y el corazón a punto de estallar.

Su mujer, desde lo alto de la escalera seguía riendo como poseída y persiguiéndole con la mirada mientras descendía al piso de abajo.
El olor a quemado se había impregnado en las paredes de la casa que comenzaba a crujir con la madera calcinada. Los minutos corrían peligrosamente en contra de la supervivencia del hombre que tenía ya lágrimas en los ojos con una esposa pisando los talones que llevaba una botella de cristal dispuesta a golpearle.

Decidido a salir de allí como fuese, el hombre tuvo una persecución entre él y su loca mujer buscando desesperadamente el teléfono que estaba destrozado en una esquina del salón, probablemente por culpa del verdugo que le perseguía con esperanzas de matarle allí mismo.

El fuego comenzaba a descender por la escalera, buscándole con hambre. Era el fin. Golpeó a su mujer desesperado y su cuerpo se desplomó en el suelo junto al teléfono roto. El humo negro impedía ver nada y el calor quemaba hasta las pestañas. La oscuridad se acercaba. El hombre se tumbó al lado de su moribunda esposa y se rindió entre lágrimas a su destino.

Fue entonces cuando una luz de emergencias asomó bajo la puerta.


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