12 de abril de 2020

¿Esforzarse por vivir?

Con 21 años me marché de casa con un bebé aguardando en mi barriga y un novio dos años mayor que yo que comenzaba a trabajar en un mundo laboral muy duro. Nos casamos a las carreras porque no podíamos fugarnos como enamorados de película, esto era otra cosa. Cuestiones sociales de un pueblo pequeño.

Viviendo de alquiler y sobreviviendo para comprar pañales para la pequeña que apenas comía pero daba mucho trabajo, íbamos tirando con bombillas fundidas, muebles roídos y una casera que nos amargaba la existencia cada fin de mes.

Mis hermanos vivían felizmente en casa de parientes, ahorrando para un futuro mejor. Mi joven marido, mi pequeña hija y yo nos quitábamos pan de la boca para pagar el coche de segunda mano roñoso que aparcamos en huecos imposibles de la calle estrecha donde vivíamos temporalmente. Sí, temporalmente porque si no pagamos cada primero de mes nos íbamos a la calle. Es así, ese pellizco cada noche al irme a dormir, recapitulando en mi cabeza los gastos mensuales, la administrativa maestra en la que me había convertido de forma forzosa para organizar el dinero, estaba cada día. 

Para suerte y desgracia mía, tras 8 años de calvario de pagar rentas por tener un techo mohoso y con goteras en los días duros de lluvia, mi madre falleció y nos dejó en herencia a mí y a cada uno de mis hermanos una casa digna. De esas que huelen a recién construidas en el barrio pudiente del pueblucho. De esas que tienen rosales en un jardín verdoso, de esas con garaje, salón, cocina, dos baños y habitaciones espaciosas con ventanas hiper luminosas. La pena de la muerte de mi madre fue absorbida por un agradecimiento desorbitante. El nuevo siglo me sonreía.

Pasaron los años y los muebles roñosos se convirtieron en artículos de calidad, vajilla amplia, licores caros, dos coches, ropa abundante para cada estación, televisores de plasma y ordenadores de todos los modelos.
Mi vida se transformó. Y mis hijas tienen lo que nunca tuve yo. Lo típico que toda madre quiere, ¿no?

Sin embargo, continúa ese pellizco cada noche al dormir que tenía en mi pronta independencia y forzosa etapa adulta. Ahora no es por pagar el alquiler a fin de mes. Ahora es mi hija mayor, la que cumplió 30 hace dos días. 
Aquella que sin estudios ni trabajo ni ninguna intención de cumplir con alguna responsabilidad, esos bichitos llamados “ninis”, continúa en casa y con intención de quedarse hasta que sea a mí a quien la coman los bichos. ¿Quiero forzar a mi hija a una independencia como a la mía? Por supuesto que no, pero en mi cabeza no cabe una idea…
¿Cómo es posible que hoy con todas las tecnologías, facilidades, avances y ayudas que no tuve y que puedo ofrecerle a la mayor de mis hijas, no tiene deseos de irse? 
Imagino que el calor de una madre, esa de que la yo me tuve que desprender tan pronto para formar mi propia familia, imagino que tener la comida caliente en la mesa y no tener que ponerte a cocinar con un bebé llorón en brazos, es más atrayente.

Imagino que eso del esfuerzo y superación personal no está de moda y por eso nadie quiere marcharse. Ahora se vive para esforzarse, no esforzarse para vivir. 

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