2 de marzo de 2020

Lazos de Sangre

Una viuda, madre de cuatro hijos pequeños, vivía en un barrio terriblemente pobre en las afueras de la ciudad. Resguardados en una casa en la que calaba hasta los cimientos las cuatro estaciones del año, cuidaba sus retoños cada día.

Los niños, que tenían menos de una década de vida a sus espaldas, presentaban una piel pálida, las costillas se marcaban bajo la ropa harapienta y los pómulos, pegados al hueso como si fuese simple pellejo, estaban siempre sonrosados por altas fiebres.

Su madre, una mujer siempre fuerte y dispuesta a darlo todo por sus hijos, pensó en tomar la decisión más difícil de su vida. Y así lo hizo.

Con el paso de las semanas, los cuatro hijos pequeños volvieron a salir a jugar con los vecinos, regresaron a la escuela, dormían bien, las fiebres se fueron y los pómulos se volvieron rellenos como bollitos de crema.

Sus huesos cogieron fuerza y sus costillas quedaron escondidas bajo músculo. Volvieron a vivir después de meses de dolor. Por el contrario, mientras los pequeños recuperaban la vida, la pobre viuda, siempre pegada al fuego del hogar, cocinando el desayuno, almuerzo y cena de los niños, iba perdiendo el brillo característico de sus ojos grises, los mismos que había heredado a su descendencia.

Sus labios se fueron tornando morados, unas medias lunas oscuras se adherían a sus ojos, su tez se volvió cenicienta, más gris que sus ojos apagados, más gris que el hollín que se escondía en la chimenea donde se calentaba en los días fríos.
Sus brazos se convirtieron en huesos cubiertos de piel pálida, sus piernas en inestables bastones de calcio, su torso se encogió y su espalda se torció.
Conforme los niños adquirían una fuerza digna de Dioses, su madre entristecía la mirada cada día. Las muñecas de la mujer crearon una costra de sangre, una cicatriz mal curada e infectada.
Y no fue hasta una lluviosa madrugada de invierno cuando el más pequeño de los hermanos se levantó en mitad de la noche y descubrió a su madre tendida en el suelo sucio de cenizas de la chimenea extinguida, blanca como una estatua de mármol.

Sus manos estaban teñidas de un tono escarlata que semejaban guantes de terciopelo rojo. Un pequeño papel estaba pegado de mala forma a la olla aún caliente. “Aquí está el desayuno”, se podía leer.

La lluvia sonaba con fuerza en el exterior mientras la pobre madre y viuda expulsaba su último aliento convertido en vaho en la fría habitación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario