19 de febrero de 2020

Amantes ciegos




Personaje 1:

Ayer conocí a la mujer más hermosa del mundo. Aunque ni siquiera vi su rostro, pero puedo decir que con su aroma me conquistó más rápido que con la cara más preciosa que se haya visto nunca. 

Dicen que el amor es ciego, que nos enamoramos del interior de la otra persona. Que todos acabamos arrugados y no queda belleza exterior alguna cuando la muerte se nos acerca por la espalda en forma de enfermedad propia de la vejez.

De nuevo debo decir que esta mujer, lo sé por su dulce voz y sus suaves bultos a la altura de mi pecho, apretados contra mi corazón al besarnos con los ojos tapados, es la obra de arte más hermosa que nunca podréis tener entre vuestros brazos y yo sí.

Solo por eso me siento sumamente afortunado de tener olfato para aspirar su perfume frutal y oído para escucharla hablar durante horas o percibir tenuemente su respiración entrecortada cuando nuestros labios se aproximan y se presiente el uno al otro a través de la tela. 

La piel le palpita, como sus latidos acelerados cuando la pego a mí. Desprende calor, pero no abrasador como el de verano, sino una calidez agradable como el sol del invierno.

No puedo despegarme de ella. Tiene más electricidad que todas las bombillas del planeta.

Me mantiene cerca suyo sin pedirlo siquiera. No quiero apartarme como un gatito con frío en invierno al notar una chimenea alrededor.

Ella es puro fuego y yo seré su gasolina. Porque para nada quiero apagarla. Todo lo contrario. Quiero prenderla aún más, hacerla más fuerte aunque eso implique quemarme a mí con ella.



Personaje 2:

Tenía las manos frías cuando me abrazó. Aunque su corazón y su respiración iban a gran velocidad cuando me acerqué a él y le hablé despacio. Le sentía temblar bajo mis brazos pero no por el helado viento que nos rodeaba sino por la reacción que mi roce le provocaba.



Esa sensibilidad me enamoraba, igual que su tenue olor a lavanda y jabón masculino. Ese aroma que no podía sacarme de la cabeza ni siquiera por las noches. Esa fragancia que ni la mejor de mis colonias podía imitar. Un perfume que se hacía más fuerte en el hueco de piel que había entre su hombro y su cuello. Pese a que estaba tapado por una delicada camisa suave, podía aspirarlo sin problemas.



Es más alto que yo, pero no demasiado. Posiblemente tenga barba, pues algo me hizo cosquillas mientras nos besábamos pero no era desagradable. Y su voz es grave, profunda, de esas que te calan en los oídos y en el alma cuando le oyes hablar de los temas más banales.



Dicen que el amor es ciego. Nos enamoramos de la persona, de su esencia, de su alma. Creo que tienen razón, pues yo no he visto jamás su rostro y él tampoco el mío y siento que somos las dos personas más enamoradas del mundo.

Una fase “rosa” eterna. Incansable, inconsumible. 

Ni los amantes de Verona de Shakespeare nos podrían imitar por mucho empeño que pusieran.


Es que, como Julieta, yo estaría dispuesta a dar la vida por mi Romeo y sé, muy convencida de ello, que mi Romeo haría lo mismo.

Actos pasionales, recíprocos, impulsivos y románticos.
No puedo quitarme su aroma de la nariz ni siquiera escribiendo estas páginas.

Su voz resuena en mis oídos por mucha música que me ponga de fondo para escribir mis diarios. Mis relatos íntimos son por y para él.

Es mi monotema literario y no deseo otra cosa más que tenerle de nuevo cerca. Estrujarme entre sus brazos y besarnos a través de la tela, alcanzando su piel en sueños y dejar la imaginación para que haga el resto del acto.



Quizás esto es un sueño también. ¿Quién sabe? Estos locos amantes  son ciegos.

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