El maizal supera su color amarillento habitual. Quiere superar a los destellos del sol. Alcanzar las nubes...
Cristina, con su vestido blanco y su media melena castaña recogida en una trenza deshecha, se pasea entre las plantas acariciando con las manos las hojas resecas por la sequía estival y sus pies descalzos se arrastran por la tierra húmeda producto del regado artificial de los campos.
Quiere perderse en la mundo de la madre Naturaleza. Dejar atrás los problemas del resto del mundo y preocuparse únicamente en observar cada una de las mazorcas maduras que ya se asoman desde su escondite.
Las tierras de su tío habían sido su lugar favorito desde niña para evadirse. Se escapaba después de almuerzo y dejaba los zapatos junto a la valla metálica que habían roto ella y su primo Max cuando eran pequeños con ayuda de los alicates del dueño de aquellos campos que se extendían más allá del horizonte. Se colaba por ese pequeño encondrijo que le arañaba la piel desnuda de los brazos cuando la cruzaba cada verano para llegar hasta el maizal.
Nunca lo habían reparado porque una hilera de arbustos espesos había crecido alrededor del agujero de la valla. Y era su pequeño secreto.
Todos en la casa dormían la siesta, leían o jugaban a juegos de mesa aburridos.
Cristina iba a la cocina con algún pretexto y dejaba la casa atrás en pocos segundos después.
Cuando era más pequeña, con ocho años, la buscaban sin descanso. Ahora, doce años después, no se molestan en hacerlo, pues saben donde la "pequeña" Cristina se encuentra.
Escondida en algún lugar perdido del extendido maizal. Volvía a casa cuando los rayos del Sol se ahogaban al oeste.
Pero ahora ahí estaba, el calor se le pegaba al pecho y el vestido se le ceñía a la espalda conforme avanzaba o salía corriendo, disfrutando de la suave y tenue brisa que las altas mazorcas permitían que entrara.
No se oía nada, ni siquiera el sonido de los pájaros o algún coche lejano arrastrándose por las carreteras de tierra.
Tanta paz la llenaba por completo y no necesitaba nada más. Corría sin descanso, sin agua, sin comida. Solo corría descalza hasta llegar al final del maizal. Allí, con el pecho ardiendo por la falta de aire. Los labios resecos pidiendo hidratación y los hombros escociendo por el salado sudor entrando en las heridas producidas por la valla rota, Cristina gritaba con toda la fuerza que sus pulmones y cuerdas vocales le permitían.
Y entonces, giraba sobre si misma y retomaba el camino de vuelta, pero esta vez de forma pausada, caminando despacio... Llegando a casa con los últimos rayos del crepúsculo.
Tomaba tres vasos de agua seguidos en la cocina y se comía las magdalenas que cada año su madre preparaba esa tarde. Sin decir nada y sin que nadie le diga nada, mas que una sonrisa cómplice por parte de su primo Max, se incorporaba a la mesa a cenar y ningún familiar cuestionaba nada.
Mientras los cubiertos arañan los platos, Cristina solo puede pensar en lo larga que será la espera hasta el próximo viaje al maizal, cada 10 de Julio, de cada año, desde hacía doce años atrás.
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