15 de diciembre de 2016

Rota, destruida, nueva

He pasado por una experiencia bastante desagradable hace poco, y no se la desearía a nadie, aunque estoy segura que no es la primera vez que debo pasar por esto. Osea... no es la primera vez, pero en esa ocasión dolió más de lo esperado. Y aun sigue doliendo.

De la noche a la mañana te despojan de un pedacito de ti, de tu día a día, de la rutina, y sientes que tu vida acaba en ese momento. Y entonces, cuando ya no te quedan lágrimas en el cuerpo te preguntas como seguir y no sabes que hacer ni que decir. ¿Llorar?, ¿sonreír?
¿Cómo comportarme con los que me rodean?
No puedes controlar nada de ti, de tus emociones. Sientes que te destruyes a ti misma con las fotos, los recuerdos, la música.


Entonces de un día para otro, tu estómago vuelve a rugir hambriento, dejando de lado el silencio incómodo de una semana sin apetito absoluto. Tu cara se ilumina y la palidez facial desaparece. Una sonrisa adorna tu rostro una vez más, dejando ver tu felicidad al mundo.

Te sientes bien, no hay tristeza, hablas con normalidad del tema con muchas personas y no asoma ni una lágrima en tus ojos. Pero sabes que en lo más hondo de tu corazón, recorriendo tus entrañas, atravesando tus pensamientos, taponando las neuronas de autoengaño, el dolor persiste, a la espera.

Toda esta situación se describe brevemente en una metáfora. Una espinita clavada en la piel que ha dejado de sangrar. La herida ha cicatrizado alrededor de la espina, pero dicha llaga sigue esperando por ser sanada, la espina quiere ser extraída. Si la tocas duele, aunque ya no sangre, por lo que engañas al mundo y a ti mismo al no mostrar sangre a la vista. 

Una espina que ha dejado de sangrar está esperando para ser extraída por fin, y cesar el dolor por completo, sellar la herida finalmente. Pero esto solo puede hacerlo el tiempo, y todos sabemos que es muy caprichoso. 
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