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Delante de mí, un joven de
unos dieciocho años, con cabellos dorados y unos intensos ojos azules, me mira
sin mostrar ninguna expresión. Va vestido como yo, unos pantalones y una camisa
debajo de un chaleco de cuero oscuro. Asustada, intento coger la espada del
suelo, pero no está. Me asusto aún más, porque el chico se acerca a mí.
De cerca, es incluso más
atractivo. Su cara está a solo tres centímetros de la mía. Comienzo a temblar.
El chico abre la boca, con intención de decirme algo, pero atemorizada, cierro
los ojos con fuerza y ni siquiera oigo lo que me dice. Al abrirlos de nuevo,
compruebo conmocionada que el joven está arrodillado ante mí y besa mi mano. Su
pelo me hace cosquillas y noto sus cálidos labios. De pronto, gira mi mano y
acaricia la palma, entonces me doy cuenta de que esta llena de sangre, por
haber intentado subir al muro anteriormente.
—Estáis herida—me dice el
chico, una voz firme y ronca. No es para nada infantil. Es una voz madura—.¿Ha
sido por mi culpa?
El chico levanta la cabeza
y me mira, sus ojos fijos en los míos, son preciosos.
—No, no ha sido tu culpa—tartamudeo
mientras aparto la mano y la pego a mi costado— ¿quién... quién sois?—le
pregunto, lo más tranquila posible.
—Soy Delf—dice mientras se
inclina cortés-mente—Antes era una espada y cuando usted quiera puedo volver a
serlo.
—¿Eres el espíritu de la
espada?—le pregunto sin creer, que lo que me contó mi tío fuese verdad.
—Es una larga historia—de
pronto se interrumpió y se aclaro la garganta—.Si a usted le interesa
escucharla podría contársela.
—No hace falta que lo
hagas…—digo, aunque sentía curiosidad—.Ahora tengo que buscar a los hombres que
dispararon a mi tío.
—No creo que eso sea lo más
conveniente, señorita...
—Julia—digo mientras me
asomo al cruce de la calle y busco los restos de sangre, del hombre al que
herí, pero no había ni rastro—.Me llamo Julia Brenfort.
Extiendo mi mano, y la
estrecha a modo de saludo.
—Bien... pues, señorita
Brenfort, le digo que es peligroso ir a buscar a esos hombres ya que están
armados y podrían dañarla—me explica mientras se acerca a mí, y se asoma al
cruce.
Le miro de soslayo y lo
ignoro. Salgo a la calle principal y hecho a andar hasta la tienda de mi tío.
Hay muchas personas alrededor de la entrada
y la policía entra y sale de ella, mientras aparta a los curiosos.
Comienzo a llorar cuando
veo que los guardias sacan en volandas a mi tío. Tenía la cara pálida y estaba
muy rígido, los ojos cerrados y sangre color escarlata, manchaba su chaqueta de
pana, allí donde estaba el corazón. Y empiezo a recordar lo que me dijo; “Julia, más personas saben de la existencia de
esa llave, y cuando descubran que la tienes tú, entonces si que estarás en
peligro”, “corre y no mires atrás,
solo corre…”. Mi padre siempre me decía “no dudes nunca de la palabra de alguien que solo quiere que seas feliz”
y mi madre, cuando aún solo tenía cinco añitos
“Si alguien te dice te quiero,
mientras te mira a los ojos, créele”.
Me llevo las manos a la
cara y comienzo un sollozo, que luego se convierte en llanto. Me planteo
escapar ahora que estaba a tiempo, meto la mano en mi bolsa y agarro con fuerza
la llave.
—Te prometo que encontraré
el tesoro de los Beltrons, tío—susurro mientras me giro en dirección contraria
a la calle donde se encontraba la tienda.
Me seco las lágrimas cuando
soy sorprendida por Delf.
—Y ¿ahora que quieres
tú?—le pregunto enfadada y sin saber por qué.
—Ahora mi deber es
protegerla con mi vida—me dice mientras paso por su lado sin hacerle ningún
caso.
—No os necesito, compraré
otra espada y…—.una oleada de calor me interrumpe y todo a mi alrededor se ve
borroso, caigo al suelo y noto que alguien me sostiene, creo que es Delf.
Sí, es él. Sus ojos azules
resaltan incluso aunque lo vea borroso. Y luego nada... todo se vuelve negro y
caigo sumida en la oscuridad.
***
Abro los ojos lentamente y
lo primero que veo es un sucio techo de madera con moho.
Me levanto sobre mis codos
y compruebo que no llevo zapatos y que tengo el pelo suelto. Aparte de eso, estoy
en una cama de finas sabanas blancas.
Me levanto y busco mis
botas por la habitación. La estancia, construida en madera, no es muy amplia.
Una puerta pequeña, algo entreabierta, deja ver un baño donde hay un retrete y
una bañera. Hay un escritorio con una lámpara
de aceite y una silla de madera atestada
de pequeños agujeros, tal vez de
polillas.
Las cortinas de la ventana
están echadas y una fina línea de luz entra por ella. Mi bolsa y la vaina de la
espada están colgadas de la silla de madera del escritorio y mis botas están
junto a la puerta. Me levanto y entro en el baño. Es muy pequeño. Me lavo la
cara con agua helada y me miro en el agrietado espejo.
Tengo unas ojeras grandes y
oscuras. Me lavo la cara una vez más y me froto los ojos con los dedos
humedecidos.
Salgo del baño y me pongo
las botas y, a continuación, descorro las cortinas. La luz que entra en la
habitación es anaranjada, el color del atardecer. Oigo un ruido en la puerta y
me giro rápidamente. Es Delf. Lleva en las manos un cuenco de cerámica con algo
humeante y en la otra una toalla.
Tras cerrar la puerta
levanta la vista y se sorprende levemente cuando me ve, para después dar paso a
una media sonrisa.
—Al fin te has despertado.
Por un momento pensé que ya no tendría dueño en tan poco tiempo—me dice
mientras coloca el cuenco en el escritorio. Se acerca a mi, sonriente. La luz a
mi espalda resalta sus cabellos dorados, y lo hace más atractivo.
—¿Que ha pasado?, ¿donde
estamos?—le pregunto confusa, mientras me empuja hacia la cama y hace que me tumbe,
para colocarme la toalla húmeda sobre la frente.
—Os desmayasteis, y os
llevé a este hostal, que, por cierto, nos ha salido gratis—dice mientras me
arropa con las finas sábanas.
—¿Gratis?—pregunto sin
creérmelo demasiado y cerrando los ojos, exhausta.
—Sí, verás. Como os llevaba
en mis brazos, la mujer del hostal pensó que éramos recién casados y ha querido
obsequiarnos una noche de bodas—dice mientras cierra las cortinas de nuevo y
ríe entre dientes.
Sin saber muy bien el
porque, el comentario de la hostelera hizo que me sonrojase y que Delf se riera
de ello.
—Tranquilízate, bueno, os
contaré algo sobre mi, ya que por lo que veo, aún no creéis lo que habéis
visto.
—De acuerdo, pero deja de
tratarme de usted, y llámame Julia, nada de señorita Brenfort…—digo, mientras
me siento en la cama y me apoyo en el respaldo de ésta.
—Vale, Julia…—se aclara la
garganta y se sienta en el borde de la cama, cerca de mi—. Mi padre era minero.
Un día, cansado y queriendo dejar ese sucio trabajo y ganar más dinero, acudió
a un hechicero. Pero a cambio de su ambición, mi padre tendría que pagar un
precio doloroso y… ¿sabes que
quería?—.Niego con la cabeza, y mi pelo danza en el aire—. A mi. Mi padre,
ciego por su ambición, me entregó ignorando el llanto desconsolado de mi madre.
Fui cautivo del hechicero. Era su sirviente. Pasé así hasta los trece años,
cuando mi padre, frustrado porque mi madre no podía concebir más hijos, exigió al hechicero mi vuelta. Pero este se
negó y mi padre le atacó. Todo acabó
mal... mi padre murió, mi madre desapareció de la ciudad y a mi... me convirtió
en una espada, no se por qué, pero así lo hizo...
Se levanta de la cama y se
frota los ojos, va hacia el escritorio y quita mis cosas de la silla, para
ponerla sobre la mesa y, a continuación, coge la silla y el cuenco. Se acerca a
mí y me lo entrega impaciente. Lo cojo y lo pongo en mi regazo. Compruebo que es sopa. Le da la vuelta a la
silla y se sienta en ella, colocando las manos en el respaldo.
Mientras lo observo
sentarse, me pide que beba la sopa con un gesto de la cabeza. Así lo hago. Le
doy un sorbo, acercándome el cuenco a los labios. Está algo caliente, pero está
bueno. El líquido cálido baja por mi esófago, hasta desembocar en mi estómago.
Vuelvo a poner el cuenco en mi regazo y miro a Delf con intención de que
continúe.
— Yo no sentía ni frío ni
calor. No tenía ni hambre ni sueño ni nada parecido. Podía escuchar pero no
ver, tampoco oler, aunque no respiraba. Ya con dieciséis años, un señor me encontró olvidado en un comercio y me
compró. Al principio no creía en la leyenda de la espada, pero acabo por gritar
mi nombre y aparecí ante él. Me acogió
como un hijo ocultando mi origen a su familia. Era un militar de alto rango del
ejército del gobernador. Vivía con todos los lujos que un hombre puede desear.
Tenía un hijo, Lorenzo, violento y
caprichoso, que maltrataba a su madre,
aunque ésta lo ocultaba. Cuando ya había cumplido dieciocho años, el comandante murió en una
batalla. Entonces ocurrió algo extraordinario. Me transformé. Al morir él,
nuestra conexión se deshizo y volví a ser espada. La mujer, apenada por la
muerte de su marido y mi repentina desaparición, entregó la espada a vuestro
tío...
Delf hace una pausa
mientras yo doy un largo sorbo a mi humeante sopa.
—Bueno, cinco meses después
de todo aquello, vuestro tío me había guardado en el almacén y nunca más me
había mostrado… hasta ahora, que llegaste tú, y te oí por primera vez. Oí la
historia de tu abuela, la de tu padre y la tuya propia. Al principio no confiaba
que una joven pudiese manejar la espada pero... con solo mirarte ya sé, que eso
es cierto—finaliza con una radiante sonrisa.
—Bueno, entonces no tengo
que contarte nada de mi vida —le digo entregándole el cuenco—. ¿Me ayudarás a
encontrar el tesoro?
—Supongo, estoy atado a
ti—le miro perpleja y él me mira serio.
—Yo no quiero que estés
atado a mi. —Replico mientras meto un mechón de mi pelo, tras la oreja.
Delf suspira cansado y se
levanta de su silla, mientras yo tengo otro repentino mareo. Delf me arropa y me
susurra.
—Descansa—y todo a mi
alrededor se volvió negro otra vez…

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