Un
estridente sonido me sobresalta y me aparto de Delf sigilosamente
para evitar despertarle. Su respiración sube y baja más despacio
que anoche. Me acerco con gran pesar a la puerta, por tener que salir
de las cálidas sábanas y acercarme a los fríos barrotes que
componían la entrada de la celda.
Coloco mis
pequeñas y finas manos alrededor del frío metal e introduzco mi
cabeza entre la abertura que había entre barrote y barrote y agudizo
el oído para conseguir oír a los guardias.
—Llevadlo
a aquella celda. ¡Rápido!—ordena una voz grave y ronca.
Un guardia
empuja al prisionero a su futura y fría celda, frente a la mía. Lo
reconozco al instante. Es Julián, uno de los acompañantes de
Adrián. Lleva su ropa destrozada y con de sangre seca, aunque creo
que no es suya. La cara luce llena de moratones, aunque sus ojos
brillan con un intenso color negro, al igual que su cabello.
Cae al suelo
por el empujón del guardia, y tras cerrar la puerta, se aleja a paso
rápido.
Intento
llama su atención, pero es inútil, aunque creo que lo hace aposta.
Me rindo y me siento en el frío suelo. Tengo mucha calor y apenas
siento como se me clavan los fríos barrotes en mi espalda
semi-desnuda.
Estando de
espaldas a Julián miro en dirección a Delf. Noto como gotas de
sudor caen por mi mejilla como lágrimas saladas. No tengo el tesoro,
no tengo la llave y estoy encerrada aquí tal vez esperando mi
muerte.
Mis ojos
arden deseando derramar lágrimas, pero las contengo ya que Delf se
está despertando y no quiero que me vea llorando. Muerdo mis labios
y me levanto arrastrando los pies hacia él.
***
Nuestro
almuerzo se basó en agua, pan y la carne más vieja que habría en
el mercado. Delf se protegía con las sábanas, dado que él estaba
sin camiseta y tenía mucho frío.
—¿No es
ese Julián?—me pregunta Delf, mientras se acerca a mí, ahora
sentada contra la pared, después de haber contemplado por la pequeña
ventana la primera nevada del invierno.
—Sí, pero
no intentes hablar con él. Te ignorará—le explico, mientras él
se sienta junto a mí.
—Vamos a
morir, ¿verdad?—me pregunta, apoyando la cabeza contra las duras
piedras y cerrando los ojos.
—No, no
moriré aquí, y tú tampoco—le replico, elevando la voz—. Te lo
prometo—. No estoy muy segura de poder prometer cosas, pero al
menos debo evitar más desanimo.
—Tenéis
visita—. Nos grita un guardia flacucho—, cinco minutos.
Nos ponemos
en pie rápidamente, y nos acercamos a la puerta, cuando veo a
Silvia, con una cesta bajo el brazo izquierdo. Tras una breve
reverencia al guardia haciendo que éste se fuera, entró a la celda
y comenzó hablar con nosotros, se sonrojó al ver a Delf, y entonces
recordé lo sucedido entre ellos dos, en casa del gobernador.
—Julia—.
Me llama, mientras suelta la cesta sobre la penosa cama y se acerca a
mi para abrazarme, pero no se si corresponderle así que me quedo
rígida—. Debéis iros de aquí. El gobernador tiene pensado para
vosotros algo terrible.
—Pero,
¿cómo?—pregunto, un tanto sorprendida y también emocionada.
—Sofía os
ayudará. Debéis iros esta noche, porque el gobernador mañana
piensa ajusticiaros—. Silvia traga saliva con dificultad, se acerca
a la cama y coge la cesta—. Aquí tenéis comida y ropa limpia.
Comed algo y vestiros bien. Saldréis esta noche. No preguntéis
como. Solo confiad.
—Gracias
Silvia—digo cogiendo su cesta y abrazándola con fuerza.
—Que Dios
os proteja, jóvenes aventureros. Mucha suerte. Os deseo lo mejor—nos
confiesa, con lágrimas en los ojos.
—Silvia,
siento mucho lo que hice en aquel momento, estaba enfermo y...—Silvia
interrumpe a Delf con una estridente risa.
—No hay
ningún problema Delf, no soy vieja pero tampoco soy tan joven como
para preocuparme por esas cosas—Se acerca a la puerta y se gira
hacia nosotros de nuevo—. Esconde la cesta Julia.
La orden me
pilla por sorpresa, para cuando Silvia comienza a pedir socorro y un
guardia grandullón se presenta ante nosotros y la saca de allí
rápidamente, tras empujarnos contra la pared y atar a Delf a la
cama.
—Genial...
ahora no habrá problema para esperar hasta la noche—me susurra
Delf, zarandeando sus manos atadas al hierro oxidado de la cama,
mientras hace una mueca de burla un tanto macabra.
***
La noche
llega enseguida. Solté a Delf después de ponerme el vestido que
Silvia me había traído.
Me recojo mi
andrajoso pelo en un moño que cubro con un velo de lana por la
cabeza y lo ato alrededor de mi cuello.
Delf se
viste lo más natural posible. Unos pantalones y camisa limpios, y le
peino un poco su revuelto cabello rubio, ahora lleno de hollín y
sangre seca.
Sus heridas
están mejor y yo no tengo tanto calor como antes. Comimos lo que
Silvia nos trajo y nos quedamos un rato en silencio. Comprobé que
todos dormían, incluido Julián, que aun no me había hablado y
también no sabía el porqué estaba ahí.
Y entonces
vi por primera vez en muchos días a Sofía, Clara y Rubén, los tres
vestidos completamente de negro. Iban gesticulando para evitar ser
descubiertos, hasta llegar a nuestra celda y poder sacarnos de aquí.
***
Estábamos a
punto de llegar a la salida de los calabozos y salir a la húmeda
calle cuando Delf se para en seco en una de las celdas.
Les pido a
nuestras rescatadoras que esperen un segundo mientras voy corriendo
con cuidado para no hacer ruido, aunque en vano ya que mis botas
repiqueteaban en el suelo de piedra, para llegar junto a él.
Delf estaba
pálido y miraba con los ojos desorbitados dentro de una celda. Seguí
su mirada y también me sorprendí al ver a una mujer de cabellos
castaños aunque con algunas canas.
La mujer, al
notar las miradas abrió los ojos y se asustó al vernos desde fuera
mirarla tan fijamente. Unos ojos azules le daban color a su pálido
rostro. Un vestido rajado marrón es lo que protegía a la
desconocida mujer del frío helado.
—Mamá...—susurra
Delf aunque casi inaudible.
Le miro muy
sorprendida. ¿A qué madre se refería? ¿A la esposa del comandante
o a su madre biológica que desapareció cuando su padre le entregó
al hechicero?
—¿Delf?,
¿eres tú?—la mujer se pone en pie aunque con dificultad.
—Mamá…—.
Entonces ocurrió. La primera vez que veía a un hombre llorar. Las
mejillas de Delf se volvieron húmedas conforme tocaba con delicadeza
la mejilla de su madre a través de los barrotes de la celda.
—Delf,
eres tú. Tienes mis ojos, pero la forma del rostro es la misma que
la de tu padre, cuando era joven…—dice la mujer con voz
nostálgica mientras aparta el cabello rubio del rostro de su hijo.
—Mamá, te
eché de menos—susurra Delf conteniendo las lágrimas—.
Desapareciste...
—También
tú lo hiciste, tu padre me dijo que las minas se habían derrumbado
y tú habías muerto en ellas...
El pelo de
la mujer le llegaba a la altura de las caderas, era muy largo y
sedoso.
—No lo
hice mamá... Más de una vez se han derrumbado las cuevas y nunca
que he ido he muerto en ellas ¿te acuerdas de aquella vez que se
presentó Will en casa a mitad de la noche para decir que nos
habíamos arruinado?
—Sí, tú
eras muy pequeño entonces...—La mujer humedece sus labios secos
con la lengua—. Tras aquello tu padre, desesperado, comenzó a
trabajar de minero y acabó vendiéndote a un hechicero. ¿Qué clase
de padre te di, hijo mío?
—No te
culpes a ti misma, mamá... Tú siempre eras muy buena
conmigo...—Delf respira con dificultad de nuevo, pero esta vez no
es por su herida, sino por sus lágrimas...
—Delf,
debemos irnos...—Les interrumpo, colocando una mano sobre su
hombro.
—No
podemos dejar a mi madre aquí, Julia—me insinúa Delf. Pero me
bloqueo, debido a que no hay tiempo.
—¿Julia?,
¿quién eres?—me pregunta la madre de Delf, de cerca se pueden
apreciar los signos en su rostro de la vejez.
—Julia
Brenfort, señora...—le digo, y ella no cambia de expresión ni un
poco.
—Yo soy
Patricia, soy su madre—se presenta sonriendo—. Vete de aquí
hijo, sigue tu vida.
—Pero
mamá, debemos sacarte de aquí. ¿Cómo acabaste encerrada?
—Es una
larga historia hijo...
—¡Ustedes!,
debemos marcharnos ya o nos pillarán—nos dice Clara con un tono de
voz moderado.
—Mamá,
volveré a por ti. Te lo prometo—dice Delf besando la mano de su
madre a través de los barrotes.
—Te quiero
hijo, te esperaré—. Su madre se separa de los barrotes y se sienta
en la cama. Mientras saluda con la mano a su hijo, unas lágrimas se
derraman por su rostro.
Agarro a
Delf por el brazo y le empujo hacia la salida mientras nos despedimos
rápidamente de su madre.
Nos
acercamos a Sofía, Clara y Rubén y salimos de los calabozos, hasta
llegar a la calle y sentarnos en los asientos aterciopelados del
coche de caballos que Sofía había traído para nosotros.
Clara y
Sofía se acomodan frente de nosotros y Rubén dirige a los caballos.
El coche se puso en marcha con una sacudida, que provocó que cayese
por accidente sobre Delf y viera en ese momento de despiste como sus
ojos estaban rojos e hinchados por llorar la pérdida de su madre,
otra vez.
***
La casa de
Sofía no había cambiado mucho. Solo que ahora, con la noche
cerrada, la enorme mansión daba muchísimo miedo.
Rubén nos
ayuda a todas a bajar del coche y Delf se baja de un salto y se va a
grandes zancadas en dirección al jardín de atrás.
Trato de ir
hacia él para consolarle, pero la mano de Sofía me interrumpe. Miro
a mi espalda aún con las manos sujetando las faldas de mi triste
vestido.
—Dejadlo
solo por ahora Julia. Ha perdido a su madre de nuevo...—me dice
Sofía suplicante y yo suelto mis faldas cuando ella afloja la
presión con la que sujeta mi brazo.
—Vayamos
dentro, aquí hace mucho frío—concluye Clara, agarrando del brazo
a Rubén, por lo que me da a entender que Sofía ya supo lo que había
entre ellos dos.
Justo antes
de entrar a la casa de los Rumier una vez más desde aquella fiesta,
vuelvo a girar mi rostro en dirección al jardín pero solo encuentro
un desolador silencio y absoluta soledad. Suspiro resignada y entro a
la casa.
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