>10<
Me despierto entre un caos
de sábanas por todos lados. Una fina manta de seda se ha caído a un lado de la
cama y se ensucia en el suelo.
Me incorporo y mi boca se
abre inconscientemente para bostezar. Mi camisón de lino grueso está arrugado
sobre mis piernas, mostrando mis muslos. Intento ordenar mis pensamientos, pero
el dolor de cabeza y el ardor que siento en la garganta me impiden organizarme.
Me levanto lentamente y
descorro las cortinas, dejando entrar la tenue luz azul plateada del amanecer.
Voy al baño y me lavo la cara y entonces me doy cuenta del corte que tengo en
la mano.
El mismo que me hice anoche
después de avisar a las doncellas de que le llevaran a Delf medicinas, y volver
corriendo a mi habitación cortándome la piel del dorso de mi mano, al sacar el
cuchillo de mi pierna tan deprisa.
Delf anoche me besó... al pensarlo me miro al espejo y me
sorprendo al verme con el dedo índice sobre mi labio inferior.
Acaricio mi labio y pienso
que ese hubiese sido mi primer beso, si no se hubiese desmayado en ese momento.
¿Qué habría pasado si no se hubiese desmayado?, ¿habría seguido adelante?, ¿le
habría yo detenido si me llegaba a besar?
Un ruido muy fuerte
procedente del exterior hace que me sobresalte y salga del baño asustada. Miro
hacia la ventana y otra vez el mismo ruido de antes, acto seguido el cielo se
ilumina. Un trueno.
El cielo se había vuelto
gris y triste, a diferencia del azul plata de antes. Otro trueno suena y de
pronto, diminutas gotas de lluvia comienzan a caer del cielo. Como lágrimas se
derraman por el cristal de mi ventana. Me quedo anonadada mirando fijamente el
paisaje de la niebla a lo lejos en las montañas, y alguien me sorprende tapando
mis ojos con sus manos.
—¿Quién soy?—unas manos
grandes y con cicatrices me tapan la visión. Toco sus manos con las mías. Una
sonrisa se dibuja en mi cara, sin saber por qué.
—Delf…—mi sonrisa se borra
cuando me giro y compruebo que no es él. Ni siquiera sé porque dije su nombre.
Era Eduardo, mechones de su pelo negro, caían débilmente sobre su parche,
haciendo a este casi imperceptible. Me miraba sonriente.
—Fallasteis—dice haciendo
un gesto con las manos—. No importa, ya tendréis otra oportunidad...
—¿A qué viniste,
Eduardo?—digo cortante—. ¿Es esa forma de entrar en el dormitorio de una dama?
—Llamé varias veces—dice
señalando con su pulgar hacia atrás, a la puerta—. Pero la “dama” no contestaba, ya que miraba como
un bebe atolondrado la lluvia.
—No miraba a la lluvia—me
mira arqueando las cejas—estaba... pensando…
—Y ¿se puede saber en qué?—me
sonrojo al recordar la noche anterior y Eduardo lo nota—. ¿Habéis besado a algún
chico o algo así?
—¿Qué decís?—grito
desquiciada—nunca...
—Vuestro sonrojo dice lo
contrario—dice pellizcando mi mejilla y riendo—tengo una sorpresa para usted.
—¿Y cuál es?
—He conseguido poder acompañaros
a las catacumbas donde se encuentra el tesoro de su abuela—declara sonriendo.
—Vaya sorpresa poco
agradable…—le digo apartándome de él y dirigiéndome a coger mi ropa de siempre—.
No quiero que vengáis a ningún lugar con nosotros. Si le hicisteis algo tan
terrible a Delf, ¿quién no dice que me haréis algo peor a mi?. Además, os
ordenaron matarme así que no estoy a salvo con usted.
—Nunca os haría daño,
aunque me pasara lo peor, jamás sufriríais por mi culpa—le miro fijamente y por
una vez, me mira serio.
—Iros...—Eduardo frunce el
ceño y me mira confundido—. Tengo que vestirme—concluyo alzando el montón de
ropa y tirando de parte de mi camisón.
—Vale, tranquila—dice
alzando las manos y dirigiéndose a la puerta—.Os veré abajo a los dos—Concluye saliendo de la habitación.
***
Toda la mañana y durante el
desayuno estuvo lloviendo, pero para el momento de nuestra partida el cielo se
abrió y dio paso a un agradable sol, formando un arco iris a lo lejos.
El gobernador y su esposa,
rodeados de varios soldados y doncellas, se despiden de nosotros en la entrada
y nos alejamos a grandes pasos de allí.
Caminamos en silencio,
hasta llegar al límite de la ciudad y entramos a la zona de bosques, y caminos
de tierra.
Delf está a mi lado sin
decir nada. No me había dirigido la palabra en ningún momento de la mañana. Se
había recuperado, pero seguía en mal estado. Estando herido en su forma humana
no podía transformarse en su forma espada, así que no le obligue a hacer nada.
Eduardo va delante de
nosotros, con mi equipaje, de ropa y poco más. La llave y vaina de la espada,
las llevo yo, y por supuesto, llevo un cinturón donde guardo un par de
cuchillos.
Miro a mi alrededor. Vamos
por un camino de tierra, lleno de surcos y grandes baches en el suelo.
Enormes árboles con
robustos troncos nos rodean y pequeños pero anchos matorrales nos tapan la
visión del exterior.
Avanzamos más despacio. Las
palmas de las manos me sudan, pero sin embargo están frías. Más bien, tengo
frío. El aire está cargado de electricidad y mis pulmones se llenan de humedad.
Tengo que dar pequeños
saltos para no caer en los charcos de barro que la lluvia había provocado.
Esquivo un gran charco pero doy un
traspiés y caigo sobre Delf, que me sujeta, pero me aparta bruscamente.
Me incorporo y le miro
sorprendida. Pero él no me devuelve la mirada, si no que gira la cara y acelera
el paso dejándome completamente sola.
Eduardo que va a la cabeza,
me grita algo, pero no oigo el que, pero por la forma en la que se encuentra es
“Date prisa”.
Corro hacia ellos y al
llegar, me señala un prado lleno de flores, apartado del húmedo y fangoso
bosque. El prado tiene flores de todos los colores posibles y desprende una
vitalidad increíbles que hace que una sonrisa se dibuje en mi cara y me haga
sentir feliz.
***
Paramos en el prado bajo un
espeso árbol, una variedad de sauce llorón.
Sacamos algo de la comida
que el gobernador nos facilitó. Un poco de pan, agua y queso, con algo de carne
para acompañar.
Lo engullimos deprisa, y
Delf se levanta con la excusa de ir a un arroyo cercano para llenar nuestras cantimploras.
Con gran pesar le dejo hacer.
Se incorpora y hace una mueca de dolor, mientras se aleja de nosotros,
dejándome sola con Eduardo.
Arranco una margarita del
precioso y cuidado prado, y empiezo a darle vueltas, lentamente.
—Me quiere, no me quiere...
—repite Eduardo una y otra vez en tono burlón. Le miro con cara de pocos amigos
y giro mi rostro hacia el horizonte —. ¿Qué pasa?, Elena hace eso siempre para averiguar
si la quiero o no... con la coincidencia de que siempre sale que no.
—¿Le pasó algo a
Elena?—pregunto, cuando Eduardo me mira confundido—. Me refiero... me dijiste
que podría estar en peligro si no obedecías…
—Ah… eso…—Eduardo,
incómodo, dobla las rodillas y coloca sus manos sobre éstas. Le miro impaciente
esperando una respuesta pero sigue sumido en sus pensamientos.
—¿Y bien…?—insisto, no
quiero creer que le haya pasado nada a la pobre niña.
—Le quemaron el
pelo…—Eduardo entrelaza sus manos y las mira fijamente. Le observo con los ojos
muy abiertos hasta que consigo que me mire y siga hablando—. No pude hacer nada
por ella…
Una angustia me recorre el
cuerpo y sin percatarme, lágrimas comienzan a fluir por mis mejillas.
—No, no…—Eduardo me agarra
de las manos y hace que le mire. Sus manos están muy calientes y su oscuro ojo
azul me mira preocupado—. No ha sido tu culpa, fue la mía...
—Pero han quemado a una
persona y no puedo evitar pensar que es por mi culpa…
—No la quemaron, solo su
pelo—me corrige.
—Eduardo, ¡tiene trece
años!, trece años y podrían haberla matado.
—No digas eso Julia—Eduardo
me suelta las manos y me seca las lágrimas—. ¿Crees que no intenté
detenerlos?—Eduardo me muestra sus manos. Sus nudillos y partes de su palma,
están ennegrecidas por pequeñas quemaduras.
—Dios mio...—susurro
enterrando mi cara entre mis rodillas—. No es posible…
Se me viene a la mente,
cuando yo era una niña de trece años, tan solo tres años atrás.
Dos trenzas recogían ya mi
larga melena negra. Ojos verdes brillantes y llenos de vitalidad. Unos zapatos
medio rotos y muy sucios, y un largo vestido gris lleno de parches era mi
vestimenta habitual. Una huérfana desde hacia un año, pobre y sin nadie en el
mundo.
Tenía muchos amigos, pero todos
se iban cuando crecían o los adoptaban.
Muchos se quedaban allí
conmigo. Nunca me adoptaron dado que la gente quería niñas con mejor aspecto.
Cuando cumplí los dieciséis comprendí como era este mundo. Salí de allí la
madrugada del día siguiente a mi cumpleaños, y entre los ahorros de todos me
compraron el vestido blanco con bordados dorados, que ahora a saber donde se
encontraría.
—Julia... ¿estás bien?—no
me había dado cuenta que me había caído al suelo y que estaba tumbada boca
arriba en la suave y aromática hierba. Reconozco la voz de Eduardo y giro mi
rostro hacia a él. Asiento con dificultad y éste suspira.
Miro hacia el otro lado y
diviso desde lejos a Delf que en cuanto me ve en el suelo, llega corriendo y
suelta de cualquier manera las botellas, para arrodillarse a mi lado y
preguntar abruptamente.
—¿Qué le ha
pasado?—pregunta Delf con preocupación. Al ver que Eduardo no contestaba sigue
hablando—. Aléjate de ella—Las palabras salen a trompicones de su boca y
Eduardo le mira enarcando una ceja.
—¿Qué demonios te pasa?—.
Eduardo le mira malhumorado y luego me mira a mi—.Además... no llegó a perder la
conciencia, simplemente se cayó al suelo.
—Mentiroso—susurra Delf,
mirando hacia otro lado.
—Ah—suspira Eduardo
mientras exhala—, ¿celoso?—termina susurrando mientras se levanta y extiende su
mano hacia mi, que yo sujeto con fuerza y me incorporo.
—No ha pasado nada, Delf—me
apresuro a decir—. Solo recordé mi pasado y no sé que me pasó después—me muerdo
el labio. Me duele mentirle.
—Simplemente te caíste como
un tronco viejo—replica Eduardo recogiendo las cosas—, y recoge las botellas,
haz algo útil y no te quedes ahí parado—termina diciendo, mirando a Delf.
El joven rubio me mira
preocupado de nuevo, pero no le sostengo la mirada. Mira a Eduardo con furia, y
finalmente recoge las botellas.
—Continuemos nuestro
camino—sentencia Eduardo, tras coger nuestras cosas, y darle un pequeño golpe a
Delf en la nuca.
Los dos chicos van delante
de mí. Se insultan y discuten, parecen dos hermanos. El mayor y el pequeño.
Siempre quise tener un hermano. Al que querer, proteger y abrazar.
Pero pienso que si hubiese
tenido un hermano, ahora mismo estaría en grave peligro.
Nos metemos de nuevo en un
bosque como el anterior, al otro lado del prado, y de nuevo emprendemos nuestro
camino, a lo que verdaderamente veníamos a buscar, el tesoro de mi difunta
abuela Matilda Beltrons.
Andamos por un pequeño
camino, lleno de surcos en la tierra y árboles altos a los lados, repletos de
musgo.
Me estrello contra la ancha
y fornida espalda de Delf, cuando éste se para en seco. Miro por encima de su
hombro y pregunto confundida.
—¿Qué pasa?—ninguno de los
dos me responde, y al mirar al frente obtengo la respuesta.
Tres figuras humanas están
frente a nosotros. Tres jovenes vestidos de negro. Los tres con grandes espadas
desenvainadas en sus manos.
—Esa persona, fue la que disparó
a tu tío— Eduardo señala al joven más corpulento, el del centro. —Julia…
Al oír mi nombre y ser
señalado, el aludido mira con rabia e incluso oigo como sus dientes chirrían al
ser apretados.
No me da tiempo a
reaccionar cuando se abalanza sobre mí y
me arroja al suelo.
Durante un segundo estoy
aturdida y no puedo reaccionar.
—Delf—murmuro.
El joven me mira con unos ojos color ámbar, llenos de odio y rencor y me presiona la
garganta con su espada.
Saco mi cuchillo del
cinturón para clavárselo en la pierna pero me lo arrebata. Me paralizo cuando
soy sorprendida por lo que a continuación sucede. Había comenzado a llover hacia
ya rato y mi ropa se pegaba a mi cuerpo, como si se tratara de la piel vieja de
una serpiente. Eduardo coge a Delf en forma
de espada y ataca a mi agresor en el hombro, haciendo que la sangre salpicase
mi cara.

No hay comentarios:
Publicar un comentario