30 de diciembre de 2018

Vías de escape

El frío calaba esa tarde hasta los huesos de la mandíbula. El viento despeinaba el pelo de todo aquel que intentaba enfrentarse a él. El tren hacía un sonido como de asfixia al descansar sobre las vías de la última parada. Era el mediodía de un jueves de diciembre y el sol estaba fuera, pero se podía sentir como el gélido ambiente atravesaba las capas de mullida ropa de invierno.

Un chico caminaba mientras en sus oídos sonaba a través de unos pequeños auriculares una melodía suave, triste y melancólica. Esa canción no le gustaba aunque tampoco la odiaba. No podía hacerlo. Era como una droga, una toxina que se suministraba para sentirse bien, olvidar el dolor que una relación marchita le dejó hacía tiempo atrás.

Pero el destino es caprichoso, o quizás solo nos hace creer que está contra nosotros y en realidad es simplemente la vida misma. El chico levantó la cabeza al reconocer una risa. Una que le llenaba las mejillas de sangre y le sacaba un rubor casi siempre imposible en sus pálidas mejillas.

La risa pertenecía a una chica menuda, de cabello cobrizo, cortado hasta la barbilla. Un gorro de lana le aplastaba el flequillo cuadrado que enmarcaba su dulce mirada azul y cubría su frente hasta las cejas.
Un fugaz encuentro y el aire se tensó como una cuerda gruesa. La música dejó de tener sentido, dejó de lado su trabajo de anestesia para el dolor interno y ese dolor se filtró por los poros de un chico embobado con la chica delgada que tenía de frente.

Unos recuerdos rotos, unas lágrimas secas que querían resurgir, un corazón marchito, una relación acabada, unos sentimientos aflorando, queriendo emerger de un montón de cenizas. Las mejillas de ella se tornaron rosadas y sus labios se separaron para hablar, parando el tiempo a su alrededor.

-Hola, cuanto tiempo -dijo con voz suave, delicada, casi como si la pubertad a sus 21 años no hubiese hecho efecto en las cuerdas vocales. -Te ves bien, ¿cómo va todo?

De todos los lugares del mundo, de aquella enorme ciudad, tras seis largos meses, encontrarla en la estación, con una enorme maleta sujeta a su diminuta mano derecha, aquel momento se le hacía eterno y corto al mismo instante. Seguía igual de delgada, frágil, con el mismo rostro pequeño y adorable. Era preciosa y su sonrisa seguía paralizando corazones allá donde iba regalándolas. 
El chico tuvo que forzarse, abrir la boca y soltar la mayor mentira que su corazón albergaba. 
-Pues estoy bien, ¿y tú?- estaba roto. Deshecho en pedacitos que habían desaparecido en algún rincón de su cerebro. Pero no podía contarlo. Ella había acabado con la relación y él lo había asumido de buena gana. Aunque... ¿Cómo se acepta de buenas maneras que un romance de año y medio termine en un segundo?

-Bien, iba a tomar ahora un tren. Me voy de la ciudad- y ahí estaba. Su sonrisa al acabar una frase que para él solo era dolor en los oídos. 

De nuevo ese terrible sentimiento. De nuevo la echaba de menos. Quería abrazarla, pero se agarraba los brazos, cruzándolos sobre el pecho para disimular su calvario interno.
El silencio que vino después de un "bien bien...", fue tan insufrible que hasta la bonita sonrisa desapareció e hizo amago de lanzar su cuerpo contra las puertas abiertas del tren. Pero unas manos, que ya no podían estar quietas, la apresaron y la envolvieron por completo. Ella no era baja pero seguía siendo poca cosa entre sus brazos.
La abrazó como aquella última vez que pudo tocarla de esa forma. La abrazó y enterró la nariz en su gorro. Se podía aspirar ese perfume de caramelo y fresas que tanto le gustaba. Seguía teniéndolo, seguramente aquel frasco que le regaló por su cumpleaños. 

-Te he echado mucho de menos- le dijo al fin. Notó como la pequeña chica, al principio tensa, fue relajándose en su pecho y le devolvió la muestra de afecto. Se fundieron entre extremidades y calor humano. 

La miró. Tenía los ojos azules teñidos en sangre, vidriosos a punto de derramar lágrimas y una mano temblorosa y fría le acarició las mejillas, buscando aquel punto en que su barba desaparecía y la piel estaba suave en la cara. Fue acercando el rostro, pero se quedó parada a medio trayecto. Como un tren averiado. Él se quedó quieto, no terminó el trabajo por ella. Se quedaron así varios segundos que fueron los más eternos que habían vivido nunca. Los labios a punto de rozarse, notando el aliento del otro, sin dejar que el gélido viento se colase entre ellos. 

El tren hizo las señales de que iba a partir, y la parejita del andén se separó al fin. Se miraron directamente a los ojos, al alma. No podían decir aquello que estaban deseando decir. La relación ya había fracasado una vez, no se podía repetir aquel calvario en el que ninguno era realmente feliz. Un oasis de alegría y romance apasionado que acabaría apagándose otra vez por mucho que se avivase la llama. 
Dolía decir adiós otra vez, pero sin terminar de saber el motivo, pudo dejarla ir de sus brazos y verla subirse al tren, con el único roce de un casto beso en la mejilla. Un rápido movimiento de muñeca como despedida y el tren se puso en marcha.

Volvió a quedarse solo en el andén. Quería hablar, decirle algo aunque fuese a través del cristal, pero sus ojos no se despegaban de la ventana donde ella le observaba, con su delicada mano posada en el cristal, dejando ver el reflejo de una palma pálida pegada al vidrio. Se volvieron a despedir una y otra vez hasta que el tren desapareció de la estación.

Sólo habían pasado ocho minutos en aquel andén, pero ese encuentro, aunque fortuito, había sido sin duda una vía de escape a los sentimientos que habían estado atormentando en lo más profundo del corazón y, por fin, se iban con ese abrazo, liberando los demonios que una vez dominaron su mente y que ahora, se marchaban en ese tren.



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