Ahogarte fuera del agua es una buena metáfora para describir lo que siente cuando un ataque de ansiedad te sorprende. Una mano invisible te aprieta el pecho con todas sus fuerzas y tú no puedes hacer nada para impedirlo.
Bueno pues... hay veces en las que me siento así y no tengo ni un resfriado de la leche que me tapona la nariz toda la noche, ni un ataque de ansiedad.
Aparentemente no tengo nada, ni un problema, ni algo que se le parezca.
Sin embargo, ahí está la desagradable sensación de ahogo. Me agarro el cuello, me aprieta el pecho, me arrugo la ropa que cubre mi corazón, pensando que así hallaré la forma de parar el sentimiento de asfixia, pero nada ocurre. La agonía continúa.
El mundo a mi alrededor sigue girando. Nadie se percata de mi sufrimiento, nadie escucha mi respiración acelerada. Nadie pregunta "¿Qué pasa?", no se oye nada, salvo la sangre acumulándose palpitante en mis oídos.
Por un momento fugaz, mi cerebro comienza hacer recopilación de todos los posibles motivos que me han llevado a estar así. Ninguna tiene lógica, ninguna parece tener pies o cabeza. Los mismos pies que yo noto fríos y la misma cabeza que yo siento punzante.
Ayúdame, quiero decirle a alguien, pero la mano me aprieta tanto que soy incapaz de emitir sonido. Ayúdame y trae oxígeno a mis pulmones, o si no puedes... dime cómo he llegado a este punto. Ahogada fuera del agua y sin un ataque de ansiedad visible. Esos son los peores.
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