Eva era feliz. O eso pensaba cada mañana al levantarse de la cama y asomar su rostro pecoso al espejo siempre sucio de gotas de pasta de dientes.
Se recogía su cabello castaño en una trenza y se enfundaba su bañador rojo con los ojos aún pegados por el sueño. Odiaba madrugar pero al mismo tiempo la brisa matutina le agradaba.
Eva era socorrista, pero se escapaba de casa unas horas antes de entrar a trabajar para disfrutar del mar y sus olas revueltas en el amanecer. Adoraba el surf y el tiempo estable de todos los veranos.
Agarraba su tabla y se metía con verdadera dificultad un traje de neopreno negro y violeta que su ex novio le compró cuando cumplió los veinte años.
Tres años después seguía usándolo, pues su cuerpo no había variado demasiado. El vegetarianismo y el deporte que requería su profesión la habían mantenido en forma. Y Eva era feliz disfrutando el mar todos los días, aunque fuese desde lejos, sentada en una caseta de madera roñosa para observar a bañistas torpes e irrespetuosos.
Pero Eva era feliz. Sentía que su vida tenía sentido solo porque se levantaba con una sonrisa en la cara todas las mañanas e iba con ganas al trabajo. Sentía que ella era la única que podía enorgullecerse de ello y no notaba esos sentimientos en nadie más.
Se sentía feliz de hacer feliz a otros. Se daba cuenta que cuando alguien la saludaba desde un lugar inferior en la arena, alzando el rostro solo para mirarla a ella, y les correspondía con una sonrisa... esas personas sonreían de vuelta. Era muy hermoso conseguir algo así.
Los niños gritaban en la orilla porque las caprichosas olas les robaban la pelota y la diversión.
Los mismos pequeños se emocionaban cuando Eva rescataba su balón y daban las gracias sonriendo.
Los momentos en los que la situación era más seria y Eva debía meterse al mar a rescatar algún adulto distraído, un anciano torpe o un niño perdido también eran especiales para ella. Salvar vidas no era cualquier cosa.
La vida de Eva había tenido altibajos, era huérfana de madre e hija única. Dos años después de la muerte de su madre, a los 16 años, su perro había fallecido por culpa de un conductor borracho. Eva odiaba conducir pese a tener el carnet porque el asfalto le recordaba a su pequeño dálmata yaciendo muerto en la carretera. Y su padre, enfermizo y trabajador, vivía solo en el pueblo. Eva vivía en la ciudad costera, muy lejos de casa. Pero le llamaba cada día, y le enviaba fotos, vídeos...
Pese a todo, Eva era feliz. Vivía con dos amigas del trabajo en un pequeño piso compartido al este de la ciudad, a unos 15 minutos en transporte público de la playa. Y Eva era feliz en su diminuto habitáculo al que llamaba dormitorio.
Eva era feliz y era lo único que le absorbía la mente cuando observaba el mar, azul y dorado al mediodía. Vivía feliz con una minúscula gota de agua.
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