Se sentía tremendamente sola allí, ante el salvaje vaivén de las olas, con la brisa marina entrando con ganas en los pulmones. Las fosas nasales agradecían aquel oxígeno tan puro y salado como las lágrimas que derramaba por sus mejillas.
Con un impulso, se despojó de su vestido azulino y se introdujo en el mar. Al contacto con el agua helada, su desnudo cuerpo se contrajo, pero a Bea no le importó y continúo su camino.

Los pies escocían, allí donde los cortes provocados por las conchas, comenzaban a sanar al contacto del agua curativa del mar.
A la luz del ocaso, Bea se desvaneció en aquellas aguas, convirtiéndose en una ola más de aquel inmenso océano sin fin…

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