23 de julio de 2014

#8



El bosque estaba desierto. La plateada luz de la luna se colaba a raudales entre las ramas secas de aquellos anchos árboles cubiertos de blanca nieve que brillaba con la luz nocturna.
                             
Un búho comenzó su cantar con persistencia. A lo lejos, el trotar de unos caballos se aproximaba por un camino de tierra cercano y sin apenas transeúntes.
Unos minutos bastaron hasta que dos caballos aminoraron su velocidad y entraron en el oscuro bosque.



Un caballo grande, de negro pelaje y larga crin de sedoso cabello, iba delante, cabalgado a paso lento por un caballero, oculto tras la capucha de una larga capa negra. Justo detrás, una yegua gris, más pequeña y con la crin recogida en una trenza, era cabalgada por una joven de negros cabellos, y un blanco rostro apenas visible tras su capa. La joven al contrario que su acompañante, había optado por cabalgar a la yegua sentada de lado, como la habían enseñado en la escuela de equitación en el modo de cabalgar de una dama.

Los dos jinetes cesaron su trote y el primero en descender fue el joven. Ayudó a la joven a bajar de la montura de su inquieta yegua.
De repente, una brisa gélida provocó que los vellos de los brazos desnudos de la joven se erizasen.

La chica bajó su capucha y mostró su pálido rostro, largas pestañas y ojos grises y grandes en los que reflejaba auténtico miedo. Los labios morados daban a entender lo que aclaró a continuación, siendo sus primeras palabras aquella noche:

-Estoy helada­- ante esta confesión, el joven la abraza, provocando su consecuente bajada de capucha.
Su cabello castaño hacía contraste con el platino de la joven, el cual brillaba tan fuerte como la incandescente luna.


Sobre sus cabezas, en el cielo, la nieve comenzaba a caer en diminutos copos de hielo.

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