Charlotte está tomándose un café con el fino camisón del hospital, sentada en una incómoda silla de plástico en la sala de espera.
El mero hecho de estar en el hospital otra vez la pone enferma, y el sonido del tic-tac hace que los vellos de la nuca se ericen.
El café está espeso y muy amargo, el asqueroso líquido pasa por la garganta de la joven con agobiante lentitud y al desembocar en el estómago, un ácido gusto aparece en su paladar.

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